Tribuna:

La redencion y el terror

Tal vez Lección magistral, de David Pownall, no tenga calidad como obra teatral. Pero como estampa de la degradación y la violencia nucleares del estalinismo su valor resulta incuestionable. En una reunión imaginada, Stalin, acompañado de su perro guardián para las artes, Zdanov, trata de forzar a los compositores Prokófiev y Shostakóvich para que ajusten su trabajo a las pautas elaboradas por el dictador sobre contenido realista de la obra de arte y fidelidad a las tradiciones populares. El ejercicio de doma del intelectual asume cada vez más el carácter de una humillación tendente a a...

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Tal vez Lección magistral, de David Pownall, no tenga calidad como obra teatral. Pero como estampa de la degradación y la violencia nucleares del estalinismo su valor resulta incuestionable. En una reunión imaginada, Stalin, acompañado de su perro guardián para las artes, Zdanov, trata de forzar a los compositores Prokófiev y Shostakóvich para que ajusten su trabajo a las pautas elaboradas por el dictador sobre contenido realista de la obra de arte y fidelidad a las tradiciones populares. El ejercicio de doma del intelectual asume cada vez más el carácter de una humillación tendente a acabar con todo residuo de creación. El episodio ficticio corresponde a un hecho real: las condenas expresadas por Zdanov en nombre de su jefe durante el congreso de artistas y músicos a principios de 1948. Curiosamente, en 1989, a los seis años de la primera representación de la pieza de Pownall, salió a la luz una pequeña ópera satírica de Shostakóvich, Rayok, sobre el mismo tema. En este caso utilizando citas de discursos oficiales, el compositor describe una reunión política presidida por el propio Stalin (el camarada Uno), que en su estilo inconfundible pronuncia la gran verdad: "Los compositores populares escriben música realista porque, siendo por naturaleza realistas, no pueden dejar de escribir música realista, mientras que los compositores antipopulares, siendo por naturaleza formalistas, no pueden escribir otra cosa que música formalista". De modo que hay que proteger a los primeros (incluso del virus estético que pueden inocularles los segundos) y prohibir que los formalistas sigan ejerciendo una actividad antisocial, contraria a los designios de emancipación proletaria en la URSS. Tras el aplaudido discurso de Uno, el camarada Dos (Zdanov) repetía los mismos argumentos con otras palabras y, por fin, el camarada Tres (Chepilov) sacaba las consecuencias a partir de una evocación de los grandes clásicos rusos, de canciones populares tipo Kalinka, cuyos acordes cedían paso progresivamente a una afirmación in crescendo de las consignas emanadas de "nuestro gran jefe" sobre vigilancia y represión. Es una secuencia paralela a la de Cabaret, de Bob Fosse, cuando la idílica melodía rural cantada por un adolescente acaba convirtiéndose en un himno nazi.La triste peripecia de los músicos herejes podría haberse contado, con simples variantes de formas, de una creación pictórica donde el realismo pedagógico de Gerasimov aplastó literalmente a la pintura auténticamente revolucionaria, con Malevich como figura emblemática de aquellos que acabarán siendo descritos como "enemigos del pueblo", "agentes fascistas" y "basura trotskista-bujarinista". La cronología de este naufragio del arte sigue fielmente a la de la estalinización, a partir de 1928, para culminar en las grandes purgas. La muerte de Stalin permitirá la apertura temática, pero la chispa de la creación estaba definitivamente apagada. Como anuncio de lo que había de suceder en el orden político, la pintura del deshielo, en tiempos de Jruschov, desde el estilo severo a Korzhev, refleja ante todo un marco de insuperable desolación.

La evocación de la historia del arte soviético permite entender el alcance de lo que Jean Ellenstien calificó erróneamente como "el fenómeno estaliniano". Hoy, a los 40 años de la muerte de Stalin, acaecida el 5 de marzo de 1953, resulta claro que el político georgiano supo construir un modelo cerrado de gestión pública, de legitimación ideológica y de ordenación de la vida social. En la definición del mismo intervinieron ciertamente las circunstancias excepcionales en que se encontraba la Rusia posrevolucionaria de los años veinte, sin olvidar los antecedentes de ejercicio opresivo del poder en siglos de zarismo. "Si quieres entender el Krenílin de hoy", dijo Alexéi Nikoláievich Tolstói, "primero debes entender el Krenílin de Iván el Terrible". Sin duda, también, en cuestiones centrales como la concepción del partido, su relación con el Estado y la justificación del terror, no cabe desdenar el papel precursor de Lenin, de quien se pretendía el más fiel discípulo. Ahora bien, el leninismo de Stalin tenía poco que ver con el contenido esencialmente dinámico del análisis de Lenin, aunque en apariencia las conclusiones coincidieran formalmente en ambos: el mejor ejemplo es el tratamiento de la cuestión nacional, reconocida en Lenin como problema específico en el marco de los planteamientos revolucionarios y fijada e instrumentalizada por Stalin a la sombra de una aparente objetivación. Lenin tuvo ocasión de comprobarlo en sus últimos años al descubrir la brutalidad y el contenido nacionalista gran-ruso de la política concreta desarrollada por Stalin en el Cáucaso. Otro tanto ocurre con el partido, que en manos de Stalin pierde toda vitalidad interna para convertirse en instrumento militar a las órdenes de su secretario general -cargo que Lenin nunca tuvo-, definido además como infalible en virtud de su posición de control sobre una organización hiperburocratizada.

Lo cierto es que Stalin aportó una solución viable, una consolidación conservadora, a los problemas para los que el último Lenin no encontrara respuesta alguna. De acuerdo con su enfoque, la revolución era convalidada, a pesar de los desastres, por encima de estrangulamientos y errores, y tenía que resultar posible la edificación del socialismo en un solo país. El distanciamiento del partido respecto del pueblo había de reforzarse, sirviendo de plataforma de movilización militar desde arriba, siguiendo las directrices del partido (es decir, de su jefe único, sacralizado como intérprete de la doctrina de emancipación de la humanidad, en su calidad de sucesor de Lenin). Los fracasos debían atribuirse a la acción conjugada de enemigos exteriores e interiores, contra quienes era preciso ejercer una acción de terror despladada, en especial hacia los peores, infiltrados en las filas y el vértice del partido. El fondo religioso de la concepción política del antiguo seminarista de Tbilisi convirtió así a Marx y a Lenin en agentes de legitimación de una extraña cruzada donde el objetivo de redención se lograba por medio de la coacción permanente y del terror. Claro que para el funcionamiento del esquema esa coagulación del socialismo tenía que permitir la expansión, cumplir el pronóstico del avance del socialismo, sin lo cual se cuarteaban los soportes de un edificio político vacío de consenso y animado sólo por la promesa de un futuro mejor. El salto adelante voluntarista de los planes quinquenales -"Rusia pasó del arado de madera al reactor atómico", escribió Deutscher- y el espacio ganado al capitalismo merced a la guerra desde 1945 crearon la ilusión de que el modelo, efectivamente, resultaba operativo. Pero bastó una guerra perdida, la de Afganistán, coincidente con el fin del crecimiento económico y con la esclerotización del sistema posestalinista en la era de Breznev, para que el principio del fin, el desmoronamiento de un sistema privado de toda participación social, resultara inevitable. Con su caída quedaba cancelada la presencia histórica de uno de los grandes protagonistas de nuestro siglo, su gran utopía, el comunismo que Stalin contribuyó a forjar y a deformar a un tiempo. Aunque no es seguro que el alcalde de Aubervilliers, la ciudad del cinturón rojo de París en cuyo teatro municipal se representaba Lecciones de maestro, compartiera este enfoque desde su calidad de renovador en el seno del Partido Comunista Francés: su gesto tendería más bien a marcar unas distancias inexistentes.

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Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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