Tribuna:

Las culpables de la línea Antón Martín-Atocha

PEDRO SORELA"Nicolasa reconoce las lágrimas de Diana, y sabe que habrá más"

Nicolasa ha esperado a las ocho y media porque ha descubierto que a esa hora se puede al menos respirar. No puede inclinarse, o tan siquiera mirarse un zapato (una vez lo perdió, cuando la huelga de autobuses del año pasado, con la avalancha de la subida en Ventas, y no lo recuperé hasta Goya, y durante todo ese tiempo tuvo la desagradable sensación de que su pie estaba sangrando), pero, por lo menos, puede respirar.La que no puede es Diana. Aprisionada por una muchedumbre que desde atrás la empuja contra el grueso pecho de Nicolasa, Diana hace un esfuerzo por agarrar una barra del techo. No e...

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Nicolasa ha esperado a las ocho y media porque ha descubierto que a esa hora se puede al menos respirar. No puede inclinarse, o tan siquiera mirarse un zapato (una vez lo perdió, cuando la huelga de autobuses del año pasado, con la avalancha de la subida en Ventas, y no lo recuperé hasta Goya, y durante todo ese tiempo tuvo la desagradable sensación de que su pie estaba sangrando), pero, por lo menos, puede respirar.La que no puede es Diana. Aprisionada por una muchedumbre que desde atrás la empuja contra el grueso pecho de Nicolasa, Diana hace un esfuerzo por agarrar una barra del techo. No es que quepa la más remota posibilidad de perder el equilibrio y caer, es que el brazo levantado le permite la ilusión de haber liberado unos centímetros para poder respirar. No hay tal: la matriarcal circunferencia de Nicolasa envuelve a la chica con la determinación de una enorme ameba.

La mujer se da cuenta y sufre. Nicolasa tiene tres hijas, una de ellas, Candela, de la edad de Diana, y por un elemental sentido de la equidad universal intuye que no puede aplastar a Diana y luego esperar que el mundo se porte bien con Candela. Que no la aplasten. Sabe que Candela ha viajado una hora antes a Argüelles, y que su vagón iba todavía más lleno, y el asombro de que algo así sea posible la llena de una gran melancolía y un vago temor a no sabe qué. La ansiedad se le instala en su cómodo pecho. Como no quiere respirar hondo, que es lo que le pide el cuerpo, y agravar la situación de la chica, estira la cabeza hacia atrás, eso la alivia, y luego regresa. Sonríe a Diana. Intenta darle ánimos.

Diana está furiosa. No son ánimos lo que necesita, sino tiempo, tiempo y espacio para echar un -istazo a dos capítulos de Derecho Penal que se le quedaron anoche. Está furiosa consigo misma por haber sido tan ingenua de quedarse en el portal con Rodrigo, hasta las diez y media, hora límite, y creer que podría mirar esos dos temas en el metro, como si no hubiese ya pasado mil veces por esa situación. Además, para qué. Siempre la misma historia con Rodrigo. A sus 21 años, Diana siente la rabia de no poder disciplinarse y dejar de creer en lo que no se puede creer. Pero reincide una y otra vez: cree. Ahora sabe que, con mucha suerte, sólo podrá abrir su libro de Penal a partir de Noviciado; donde se bajan los funcionarios de Justicia, y que de todas formas será inútil: dos capítulos en dos estaciones, imposible. Dos lágrimas de impotencia se le asoman a los ojos y resbalan.

Cualquier otro se alarmaría. Nicolasa, no. Nicolasa reconoce las lágrimas de Diana, apretada contra ella como un bebé, y sabe que no hay forma de evitarlas. Sabe que habrá más. Respira la suave colonia de la chica, observa su pelo suave y bien cuidado, la diadema en forma de delicada trenza roja, su piel de niña, el rímel de sus ojos, que ya le abre una carretera gris en su mejilla lisa, y siente por ella la compasión de quien ha hecho ya el viaje y sabe que las paradas son muchas más de las que dicen.

Nicolasa sabe que no servirá de mucho, pero de todas formas lo intenta: levanta su brazo derecho e intenta sujetar la misma barra a la que se agarra la chica para no ser llevada por la avalancha. Pero como no llega, el brazo le queda enhiesto, a medio camino, agarrando el aire, un absurdo mástil sin vela en medio de una masa que ya va en tren.

Diana no se ha dado cuenta. Las dos primeras lágrimas le han emborronado los ojos, y las demás, de pura rabia, le impiden ver nada que no sea esa multitud que se ha subido al tren con la específica intención dé arrinconarla y obligarla a suspender Derecho Penal, precisamente el que más le gusta. Pero no se dejará, decide con la determinación de la mujer de un pionero cuyo marido se ha roto una pierna. No se dejará. Así que repasa lo que ya sabe, aunque ni siquiera sepa dónde lo aprendió: La culpa es cuando el hecho supuestamente criminal no ha tenido intención, y el dolo, cuando sí la ha tenido...

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¿O es al revés? Diana hace un esfuerzo por aclararse las ideas, cierra y abre los ojos para limpiarse las lágrimas, se toca incluso el pelo para comprobar si sigue ahí la diadema, y empieza de nuevo: Dolo es cuando...

Nicolasa comprende que lo peor ya ha pasado.

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