Editorial:

Obcecación israelí

ISRAEL TIENE una habilidad especial para convertir situaciones que inicialmente despiertan la simpatía de los demás en crasos errores que, nacidos de la obcecación y la imprevisión, le colocan en el campo de los culpables. Hacen olvidar así que sus reacciones, con ser desmedidas e irracionales, tienen su origen en algún disparate ocurrido en el campo contrario.Cuando el 15 de diciembre pasado el grupo palestino e integrista Hamás asesinó al sargento de aduanas Nisim Toledano se produjo en el mundo la sorpresa e irritación que siempre siguen a un acto terrorista, especialmente si éste ocurre cu...

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ISRAEL TIENE una habilidad especial para convertir situaciones que inicialmente despiertan la simpatía de los demás en crasos errores que, nacidos de la obcecación y la imprevisión, le colocan en el campo de los culpables. Hacen olvidar así que sus reacciones, con ser desmedidas e irracionales, tienen su origen en algún disparate ocurrido en el campo contrario.Cuando el 15 de diciembre pasado el grupo palestino e integrista Hamás asesinó al sargento de aduanas Nisim Toledano se produjo en el mundo la sorpresa e irritación que siempre siguen a un acto terrorista, especialmente si éste ocurre cuando los campos antagonistas están embarcados en unas negociaciones de paz que progresan lentamente. Tras la muerte de Toledano, el primer ministro israelí, Isaac Rabin, pidió que nadie se extrañara de la dureza de la reacción de su Gobierno, que, esperaba, los amigos de Israel comprenderían. Sin embargo, su primera decisión fue enormemente torpe y discutida incluso en el seno de su Gobierno: el confinamiento de 415 miembros de Hamás en un sector entre Israel y Líbano (la antigua zona de seguridad), que es tierra de nadie. En aquellos páramos, en estas fechas, con este clima y sin las más elementales condiciones para sobrevivir, evidentemente la cosa degeneraría en un problema más difícilmente resoluble cuanto mayor fuera el tiempo trascurrido. Así ha sido.

Cuantos más detalles se conocen de la decisión y de las previsiones hechas por el Gobierno de Israel sobre sus consecuencias, más asombrosa parece la incapacidad de que ha hecho gala al calcular lo que era evidente que ocurriría: la muerte de Toledano sería pronto olvidada, los confinados de Hamás se convertirían en héroes a medida que sus condiciones de vida se fueran degradando, las reacciones internacionales serían muy negativas -Líbano pidió el pasado sábado la intervención de EE UU para hacer llegar ayuda humanitaria a los palestinos en tierra de nadie y, en igual sentido, el subsecretario general de la ONU se entrevistó ayer con Rabin y Peres, con escaso éxito a decir verdad- y se agrandarían las graves fisuras en la delicada coalición gubernamental israelí.

No debe olvidarse quiénes son los militantes de Bamás, un grupo fundamentalista islámico nacido en Gaza poco después del comienzo de la Intifada en 1987: su pacto constitutivo declara que Hamás es uno de los eslabones en la cadena de la guerra santa contra "la invasión sionista". Vuelve, por consiguiente, a los orígenes de la resistencia palestina contra Israel y al compromiso de destrucción de su Estado, un serio y fanático paso atrás en el proceso de pacificación del Próximo Oriente. Hamás pronto puso a la OLP en serios aprietos en los territorios ocupados; su radicalismo en tiempos de dificultad, el integrismo religioso entonces en plena ascensión en todo el mundo árabe y la presencia de sus líderes junto al pueblo (mientras los dirigentes de la OLP se encontraban en el extranjero) multiplicaron el atractivo de su mensaje. Y una vez más debe atribuirse a la ceguera del Gobierno de Israel no haber comprendido las obvias ventajas de sentarse a negociar con la organización palestina de Yasir Arafat, una vez que el propio Consejo Nacional Palestino, reunido en Túnez en noviembre de 1988, aceptó implícitamente la permanencia de Israel y renunció prácticamente a la lucha armada.

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En el catálogo de dislates que han caracterizado todo este incidente destacan dos decisiones particularmente irracionales. En primer lugar, que el Tribunal Supremo de Israel se desentendiera del asunto, lavándose las manos ante la petición de que se anulara la orden de deportación de los 415 palestinos. En segundo lugar, la despiadada resolución del Gobierno de Tel Aviv (tomada por ocho votos a favor, seis en contra -entre ellos, el de Simón Peres- y dos abstenciones) de no permitir el envío de varios camiones de la Cruz Roja con ropa y alimentos para los confinados. Ambas decisiones, a su vez, han tenido dos consecuencias. Una inevitable: Líbano se ha negado a acoger a los 415 palestinos. Otra sensata: los países árabes decidieron el viernes en El Cairo no retirarse del proceso negociador iniciado hace un año en Madrid. Su visión de futuro merece encomio.

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