Editorial:

Ley en cuestión

EL CASO concreto que ha provocado que la Audiencia Provincial de Madrid se decida a cuestionar ante el Tribunal Constitucional el artículo 21 de la Ley de Seguridad Ciudadana -el que amplía la facultad policial de registro domiciliario por delito flagrante al tráfico de drogas- refleja uno de los efectos indeseables de dicha ley: una actuación policial que, basada en el conocimiento fundado de que se está traficando con droga en determinado domicilio, lleva no obstante a la violación del de un ciudadano que nada tiene que ver con el delito investigado.Una prueba que corrobora algo que ya se sa...

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EL CASO concreto que ha provocado que la Audiencia Provincial de Madrid se decida a cuestionar ante el Tribunal Constitucional el artículo 21 de la Ley de Seguridad Ciudadana -el que amplía la facultad policial de registro domiciliario por delito flagrante al tráfico de drogas- refleja uno de los efectos indeseables de dicha ley: una actuación policial que, basada en el conocimiento fundado de que se está traficando con droga en determinado domicilio, lleva no obstante a la violación del de un ciudadano que nada tiene que ver con el delito investigado.Una prueba que corrobora algo que ya se sabía de antemano: que los problemas de inconstitucionalidad con el ordenamiento básico del Estado que plantea la llamada ley Corcuera no son una cuestión que se resuelva a golpe de voluntarismo jurídico. La realidad es que, al margen de los retoques terminológicos con que ha sido adornada, la citada ley puede distorsionar el sistema de derechos y garantías constitucionales, y puede convertirse en un factor de inseguridad jurídica para policías y ciudadanos.

Pretender que la retención policial del ciudadano a efectos de su identificación no constituya una detención o que el supuesto de delito flagrante ampare la entrada de la policía, sin autorización judicial, en domicilios particulares en busca de droga puede ser, en última instancia, una manifestación de la soberanía legislativa del Parlamento. Pero también un riesgo que induce a roces innecesarios entre instituciones, además de a situaciones de desamparo e inseguridad entre los ciudadanos.

Es difícil para un tribunal de justicia admitir que el tráfico de drogas sea un delito flagrante y, en virtud de ello, amparar actuaciones policiales que ponen en peligro derechos inviolables de la persona. No está en las manos de ningún Parlamento modificar a su antojo términos jurídicos -tal el de flagrancia delictiva- de modo contradictorio al significado de los términos en sí y a la interpretación jurisprudencial de los tribunales. En todo caso, en un Estado de derecho caracterizado por el equilibrio de poderes, la última palabra no la tiene ninguno de ellos en particular, sino todos en su conjunto. El Parlamento ha dicho la suya y el poder judicial ha planteado sus dudas. Falta el pronunciamiento definitivo del Tribunal Constitucional.

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