Tribuna:

La herencia de los dorados años ochenta

Puede que sea ahora cuando de verdad se esté acabando la década dorada de los años ochenta. Puede que nos encontremos inmersos no sólo en una recesión económica, sino, sobre todo, en una crisis de referentes y modelos sociales.La década pasada se caracterizó por la irrupción en la escena sociológica de las nuevas clases medias, los nuevos sectores de trabajadores y profesionales que, nacidos al calor del progreso tecnológico, elevaron las expectativas materiales y de consumo en todo el mundo desarrollado. Fue también la década del ascenso irresistible del especulador, sea en asuntos de suelo o...

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Puede que sea ahora cuando de verdad se esté acabando la década dorada de los años ochenta. Puede que nos encontremos inmersos no sólo en una recesión económica, sino, sobre todo, en una crisis de referentes y modelos sociales.La década pasada se caracterizó por la irrupción en la escena sociológica de las nuevas clases medias, los nuevos sectores de trabajadores y profesionales que, nacidos al calor del progreso tecnológico, elevaron las expectativas materiales y de consumo en todo el mundo desarrollado. Fue también la década del ascenso irresistible del especulador, sea en asuntos de suelo o en los parqués financieros. El fenómeno de las nuevas formas de enriquecimiento a través de la especulación ha sido internacional: los Gutfreund y los Ranieri, los nuevos tiburones de la intermediación financiera, que tan admirablemente dibujó M. Lewis en El poker del mentiroso, han tenido su réplica en todo el mundo desarrollado y, a escala familiar, también en España.

Los referentes sociales de los años ochenta eran, pues, éstos: el yuppy, que trabajaba de sol a sol durante cinco días y gastaba también de sol a sol los dos restantes; el intermediario financiero, que, con las únicas habilidades de ver la jugada y aprovecharse de la ignorancia del resto, lograba amasar fortunas de un día para otro.

Lo que ocurre ahora es que estos referentes sociales comienzan a estar de capa caída: al yuppy le quema la American Express en las manos, y se encuentra con que, como se descuide, su casa va a valer pronto menos que la hipoteca que por ella tiene que pagar. El especulador ha agotado todos los trucos, desde la titulización hipotecaria hasta, recientemente, el mercado cambiario; y ve con preocupación cómo puede pasar rápidamente de gran capitán de la economía y símbolo del éxito social a enemigo público número uno.

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Puede que esté pasando ahora lo que pasa en la primera fase de todas las crisis; que lo viejo no ha acabado aún de morir. Pues si es cierto que el yuppy y el tiburón financiero están desapareciendo como referentes sociales, también es cierto que las dinámicas sociales que engendraron aún funcionan, aunque con una inercia sin mayor sentido ya.

Me refiero específicamente a tres dinámicas. La primera es la de los esfuerzos para enriquecerse sin producir riqueza, lo que se ha dado en llamar la cultura del pelotazo. Esta cultura -funcional en el pasado y cada vez menos realizable en el presente- ha hecho pagar un gran precio a las economías desarrolladas: ha enterrado prácticamente la vieja ética protestante del trabajo y el esfuerzo empresarial productivo, precisamente en el momento que más falta hace, en plena revolución tecnológica. La segunda dinámica es la del consumo por encima de las posibilidades, que, como en el caso anterior, sigue su recorrido, aunque cada vez dando mayores dolores de cabeza al personal. La tercera dinámica es la configuración de una sociedad que, en el plano económico, no tiene compasión: donde cada individuo trepa por la jerarquía de su grupo a golpe de navaja y dentelladas, sin ninguna ética de comportamiento, ni falta que hace, y donde los grupos forjados en tan dura competencia interna dirigen sus arietes unos contra otros, dejando de lado, como trasto inútil e ingenuo, cualquier noción del bien común. Esta dinámica también está dejando de ser funcional: en los periodos de abundancia, la falta de solidaridad del cuerpo social apenas es percibida; pero en los momentos de las vacas flacas, el egoísmo grupal puede llevar al desastre.

Si lo que estamos viendo es una crisis, existe una cierta relación entre ella y la esfera de la política. Los neoconservadores hicieron de la revolución sociológica antes mencionada su revolución. Fueron ellos los que establecieron la práctica de una oferta monetaria fija y unos tipos de interés fluctuantes que han estado en la base de la irresistible ascensión de la especulación financiera. Por ello, si las tesis apuntadas en esta reflexión tienen un mínimo de verosimilitud, hemos de asistir en la década de los años noventa al reflujo del neoliberalismo radical. El más de lo mismo de Bush y las dificultades electorales con las que tropieza apuntan precisamente en esa dirección. Los socialdemócratas europeos, por su parte, no han sido capaces de neutralizar ese espíritu de los dorados años ochenta, ahora en declive. Su defensa del gran reducto de la solidaridad pública que es el Estado de bienestar ha coexistido, de hecho, con una sociedad practicando las dinámicas antes mencionadas, el enriquecimiento fácil, el hiperconsumo y el tiburoneo en la promoción social.

Recapitulemos lo dicho hasta aquí. Si al darwinismo social y la tribalización que heredamos de los años ochenta le sumamos la frustración de unas prácticas sociales que ya no conducen al éxito, sino al fracaso, y si a esto le añadimos el desprestigio de las opciones políticas neoconservadoras, el resultado es como para echarse a temblar: una sociedad debilitada (en su cohesión) y frustrada (en sus expectativas) puede ser fácilmente raptada con alternativas zafias, apolíticas y antisistema que perpetuarán de modo chapucero los peores rasgos de la insolidaridad y el egoísmo grupal socialmente existentes. Dicho de otro modo: una de las alternativas al declive de los Bush es el posible auge de los Perot de este mundo.

Tal peligro marca la magnitud del reto que tienen ante sí aquellos que quieran devolver su prestigio a la acción política y confrontar de modo constructivo la crisis de referentes que heredamos.

No se trata tan sólo de hacer frente a la recesión económica, sino de aprovecharla para cambiar el discurso económico, construyendo la cultura del trabajo productivo y del empresariado innovador; se trata de aprovechar la agonía de los referentes yuppies para extremar la crítica a la competición sucia como única regla del juego y al egoísmo grupal; se trata de aprovechar la época de austeridad para construir una cultura de pacto social que implique a todos, pero que no haga concesiones de salida a ningún corporativismo; dando por supuesto el mantenimiento del Estado de bienestar, se trata de ir más allá y complementarlo con un tipo de solidaridad caliente que dimane del propio ethos de la sociedad civil y cree una vida comunitaria que hoy no existe, basada en la proliferación del voluntariado. Se trata, en suma, del difícil ejercicio que supone partir de la convicción de que una crisis se resuelve no sólo cuando lo viejo muere, sino cuando nace lo nuevo. Y, en consecuencia, que el problema probablemente no es tanto de programa político como de modelo de política.

Manuel Escudero es director asociado del Instituto de Empresa y miembro del Comité Federal del PSOE.

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