Tribuna:

La "verdadera democracia"

En el marco del consenso que impregnó las relaciones entre Gobierno y oposición desde el referéndum para la reforma política de diciembre de 1976 hasta la promulgación de la Constitución dos años después, los principales actores de la transición a la democracia corrieron un velo sobre los 40 años de régimen franquista y prefirieron mirar al futuro en lugar de exigir responsabilidades sobre el pasado. Una difusa invitación al olvido fue entonces el precio que casi todos estuvieron dispuestos a pagar con tal de consolidar la todavía balbuciente democracia.Pero, mientras ese velo se corría, no ha...

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En el marco del consenso que impregnó las relaciones entre Gobierno y oposición desde el referéndum para la reforma política de diciembre de 1976 hasta la promulgación de la Constitución dos años después, los principales actores de la transición a la democracia corrieron un velo sobre los 40 años de régimen franquista y prefirieron mirar al futuro en lugar de exigir responsabilidades sobre el pasado. Una difusa invitación al olvido fue entonces el precio que casi todos estuvieron dispuestos a pagar con tal de consolidar la todavía balbuciente democracia.Pero, mientras ese velo se corría, no han faltado actores principales del franquismo que han procedido durante los años de olvido a reordenar los hechos para presentarlos bajo una luz insospechada. La labor más sistemática. plúmbea también, pero probablemente eficaz en algunos medios, la ha emprendido el ex ministro Laureano López Rodó, para quien el proyecto de una monarquía verdaderamente democrática era el auspiciado por él mismo cuando en 1969 consiguió, bajo el patrocinio de Carrero Blanco, que Franco designara a don Juan Carlos como su sucesor a título de rey. Por arte de birlibirloque, he aquí a Franco fuente y origen de la auténtica democracia en España.

Pues de lo que se trata realmente con esta reinvención de la historia es de reivindicar para Franco y su régimen una legitimidad de origen de la que se derivaría la propia legitimidad de la monarquía instaurada por él. Franco, que no tuvo ningún empacho en definirse a sí mismo como un sublevado a quien, si fracasara, no le podía esperar en buena lógica política más que el pelotón de ejecución, se presenta como restaurador de un orden legítimo destruido por la República. La lógica perversa de los juicios de guerra, que costó la vida a tantos republicanos, socialistas, comunistas y sindicalistas acusados del delito de rebelión armada, reaparece en la pluma de López Rodó cuando asegura que el sublevado contra un Gobierno legítimo es, en realidad, el restaurador de una legitimidad que la República habría subvertido.

El primer paso de esta empresa de reinvención de la historia , consiste en asegurar que el Gobierno salido de las elecciones de febrero de 1936 era ilegítimo. No merece realmente la pena analizar resultados electorales con quien se empeña en negarlos: nadie discutió entonces -y nadie discute seriamente hoy, con datos en la mano- la razón que asistía al presidente de la República para encargar a Manuel Azaña, dirigente de la coalición de izquierdas que triunfa en las elecciones de febrero de 1936, la formación del nuevo Gobierno. Pero lo que pretende López Rodó con esta primera incursión en la historia no es arrojar una nueva luz sobre lo ocurrido en aquellas elecciones, sino fundar una cascada de legitimidades que quebraría si en el origen se produjo una flagrante ilegitimidad. La piedra angular de esa cascada radica en la rebelión contra el Gobierno de la República, más que justificada para López Rodó, incluso si esa rebelión liquidó en su estela no ya a un Gobierno al. que supone espurio, sino al mismo régimen republicano al que los militares sublevados habían jurado fidelidad.

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Subir tan, lejos en el tiempo un objetivo inmediato: a la invención de una sublevación legítima sigue la invención de una monarquía verdaderamente democrática. Y aquí es donde se procede a la más consciente mixtificación de la historia, pues López Rodó no ignora que la designación de don Juan Carlos se produjo precisamente porque los hombres del régimen y Franco mismo pensaban que con el Príncipe se bloqueaba la posibilidad de que en España se instaurara una monarquía liberal y democrática como en el resto de Europa. El propio Franco era taxativo e intratable a este respecto: por los mismos días en que designaba sucesor, decía a su primo, en una de esas inefables charlas que mantenían ambos, que nunca en España existiría una monarquía de corte europeo.

Pero no fue sólo Franco. El pensamiento del Príncipe, aunque más dificil de descifrar en todos sus posibles meandros, era también claro: al aceptar su designación dijo que recibía de Franco "la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936", con lo que no hacía más que ratificar el objetivo de la operación diseñada por Carrero Blanco con la eminente participación de López Rodó. Sin duda, el razonamiento de don Juan Carlos discurría preso de circunstancias que él no dominaba: situado en La Zarzuela por su padre, su permanencia en el palacete carecía de sentido si no aceptaba la designación que se le proponía. Al aceptarla, creía sacar la principal consecuencia implícita en el acuerdo sobre su educación logrado entre su padre y Franco -salvar la Corona-, pero no se le escapaba que otras consecuencias de su aceptación iban sustancialmente más allá de lo que su padre deseaba, pues zanjaban la cuestión sucesoria sin que don Juan pudiera intervenir en ella para nada y arriesgaban para el futuro la posible mediación de la institución monárquica entre la coalición de Gobierno y las fuerzas de la oposición.

Tal era justamente el designio de Carrero y López Rodó. Ambos recalcaron en todas las ocasiones y ante todos los interlocutores posibles que, al designar a don Juan Carlos, de lo que se trataba era de garantizar la continuidad del régimen. Pues precisamente el significado histórico de la designación de un sucesor por el mismo Franco, rompiendo el principio de legitimidad monárquica que radica en la sucesión, consistía en bloquear la posibilidad de que la monarquía que se instaurase no fuera la definida en las leyes fundamentales del régimen. Esa posibilidad, más tenue de lo que los mismos monárquicos de aquella hora nos desearían hacer creer en ésta, radicaba, si en alguien, en la persona del conde de Barcelona, a quien los largos años de espera le habían llevado a reivindicar, frente a la monarquía tradicional, católica y representativa, más acorde con la tradición de la que él procedía, los contenidos democráticos de las monarquías europeas, ajenos a la Casa Real española en cualquiera de sus ramas.

Y ahí es donde confluyeron sin fisura alguna los proyectos de Franco, Carrero Blanco y López Rodó: en su común rechazo de la democracia, en la convicción de que el liberalismo oligárquico de la Restauración, ampliándose a democracia en la República, había sido nefasto para España. Frente a la democracia, Franco implantó en sus primeros momentos un orden militar-eclesiástico que entroncaba a España con sus esencias tradicionales, a las que añadió una clase de servicio fascista. López Rodó, compartiendo identica visión pero veinte años después, cavó las defensas de su antidemocratismo en el proyecto de una monarquía burocrático-autoritaria. Todo el horizonte que López Rodó podía prever para la evolución del régimen de Franco consistía en sacarlo de las trincheras de la guerra civil y de la cruzada mantenidas en los años cuarenta y cincuenta para desplazarlo a la nueva trinchera de la modernización autoritaria en los años sesenta. La designación de sucesor a título de rey en la persona de don Juan Carlos fue una operación diseñada para garantizar la continuidad del régimen aligerándolo de la carga militarista, clerical y fascistizante, que se había convertido al final de los años cincuenta en lastre para su continuidad. El proyecto de Carrero y de López Rodó consistió en arrojar ese lastre llenando el vacío con un tipo de institucionalización que aseguraría la continuidad de lo fundamental del régimen asentándolo en una burocracia de Estado más, sólida, moderna y racional.

Es cierto que los regímenes políticos no son esencias inmutables, sino realidades históri-

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La 'verdadera democracia'

Viene de la página anteriordas susceptibles de cambio, pero nadie puede saltar sobre su propia sombra, y las de Franco, Carrero Blanco y López Rodó no se proyectaron nunca sobre las tapias de la monarquía democrática: el régimen de Franco no podía evolucionar hacia la democracia sin negar su propia génesis y liquidar su estructura, y esto era muy exactamente lo que se trataba de evitar designando a un sucesor al que se obligaba a acatar bajo juramento los principios fundamentales del 18 de julio. Pero lo que ni López Rodó ni nadie de los que participaron en aquella operación podía prever era que la monarquía instaurada en la dictadura, muy pronto libré de las ataduras de su nacimiento, conquistara paso a paso, y gracias al consenso en el que históricamente radica su otro origen, una nueva legitimidad que la convirtió en la primera forma de Estado que ha reconciliado en España el principio monárquico con. el principio democrático. A nadie se le escapa que la monarquía de 1978, después de dos referendos y unas elecciones generales, no es la de 1967 precisamente, porque ha liquidado en esa serie de acontecimientos los contenidos políticos que le habían asignado los artífices de aquella operación.

Presentar ahora la rebelión de Franco contra la República, la Ley Orgánica del Estado y la ley que proclamaba a don Juan Carlos sucesor de Franco a título de rey como etapas de una larga marcha hacia una monarquía verdaderamente democrática implica, además de una reinvención del pasado, una denuncia del presente. Pues se habrá observado, en efecto, que toda esa mixtificación se acompaña de la calificación de aquella democracia como auténtica o verdadera. Nunca debe uno fiarse de alguien que a conceptos políticos de evidente contenido añade calificativos de índole moral o subjetiva, no verificables en ningún caso. Se sabe lo que es democracia, y es superfluo añadir auténtica o verdadera, pues la democracia auténtica no es más cantidad de democracia que la democracia a secas. Pero los mensajes subliminales del ex ministro en sus interminables memorias cumplen también aquí una función: la democracia actual no es auténtica porque está mediada por partidos. En realidad, como ha declarado en alguna ocasión, lo de ahora, más que una democracia, es una partitocracia.

Con lo cual se cierra el argumento y aparece en todo su esplendor el resultado final de esta reescritura de la historia: si Franco se sublevó legítimamente contra la República, si la monarquía auténticamente democrática era la prevista en 1967 y 1969, entonces lo que hoy existe no es legítimo, está inficionado de un mal, los partidos. López Rodó, al reivindicar a Franco, lo que reclama en realidad es su más preciada criatura: una democracia sin partidos, o sea, una verdadera democracia.

es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales en la UNED.

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