La gran factura de los años ochenta

La economía estadounidense, de la 'belle époque' a la depresión

ERNESTO EKÁIZER En épocas de crisis el ciudadano estadounidense tiene el reflejo de buscar a una personalidad que jugará el papel de salvador. En tiempos de la revolución, los founding fathers; durante la crisis del sistema esclavista, Lincoln; en la gran depresión, Roosevelt; en los tumultuosos años setenta, con la guerra de Vietnam y el Watergate Carter; finalmente, durante la recesión de 1981, Reagan, y en 1988, la continuidad a través de Bush. Ahora, en medio de una nueva crisis, una nueva recesión que golpea sus bolsillos, el ciudadano sufre la misma tentación: la de buscar, un salvador. ...

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ERNESTO EKÁIZER En épocas de crisis el ciudadano estadounidense tiene el reflejo de buscar a una personalidad que jugará el papel de salvador. En tiempos de la revolución, los founding fathers; durante la crisis del sistema esclavista, Lincoln; en la gran depresión, Roosevelt; en los tumultuosos años setenta, con la guerra de Vietnam y el Watergate Carter; finalmente, durante la recesión de 1981, Reagan, y en 1988, la continuidad a través de Bush. Ahora, en medio de una nueva crisis, una nueva recesión que golpea sus bolsillos, el ciudadano sufre la misma tentación: la de buscar, un salvador. Delante de él tiene tres opciones: un presidente a la defensiva; un joven demócrata sin experiencia exterior y un excéntrico millonario texano.

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El supremo acto de ciudadanía consiste, pues, en acudir a las urnas cada cuatro años para elegir entre dos hombres blancos, anglosajones, de estupenda formación universitaria, personalidad relativamente inofensiva y acreditadas opiniones ortodoxas.Thomas Jefferson, precisamente, escribió: "Saber si una generación tiene o no el derecho de comprometer a la siguiente por medio de los déficit que constituyen su legado es una cuestión tan importante que forma parte de los principios fundamentales del gobierno. Deberíamos prohibirnos a nosotros mismos imponer nuestras deudas a la posteridad; deberíamos obligarnos a pagarlas nosotros mismos". Ni Reagan, ni ahora George Bush, pese a la mitología de los padres de la patria, han tenido problemas muy serios a la hora de conseguir que este año, con un déficit público de 450.000 millones de dólares, se haya conseguido superar holgadamente los números rojos acumulados por Truman, Kennedy, Johnson y Carter.

La actual generación dio la vuelta al mandamiento de Jefferson. Vivir en el presente, pagar en el futuro, considerar estúpidos o pobres a aquellos que compraban con dinero contante y sonante, o simplemente gente incapaz de aprovechar la generosidad de un Gobierno que promovía la utilización del crédito. Como dijo Bill Clinton el pasado fin de semana: "Durante la época de Reagan y Bush pedimos prestado un billón de dólares a los japoneses para dar una gran fiesta. Ahora tendrán que pagar la factura quienes participaron en ella"'.En los últimos meses, la percepción popular de que la recesión, iniciada oficialmente en julio de 1990, no será sustituida por una vigorosa recuperación como la vivida en 1983-84, ha proyectado el voto de castigo y supone la verdadera clave de la ventaja sin precedentes de Clinton sobre Bush. En las principales ciudades americanas, en lo centros industriales, el clamor se resume en la frase "No more Bush" ("No más Bush") antes que en las excelencias del candidato Clinton.Ese clamor es un dato de los últimos años incluso en ciudades como Washington. "Parecía no haber una clase rica, excepción hecha de un puñado de gente que había heredado su riqueza", dice David Halberstamn, uno de lo grandes periodistas estadounidenses de los sesenta y setenta ganador del Premio Pulitzer. "Eso contrasta con el Washington de hoy día, donde los grupos de presión forman una nueva clase rica y los senadores suelen poseer, mayoritariamente, ingresos independientes. Washington no es una excepción. Nueva York, donde yo vivo, es cada vez más una ciudad de ricos y Pobres, de una población de primera y otra de tercera, y lo que es peor, las diferencias entre ambos mundos no dejan de crecer".

Es lo que Robert Reich, asesor de Bill Clinton, llama la "nueva comunidad" o la "secesión". Reich, profesor de economía en Harvard, generaliza: "A comienzos de los años noventa, la mayoría de los centros urbanos experimentan una división en dos ciudades separadas: la de los analistas, cuya actividad está vinculada a la economía mundial; la otra está formada por los servidores, gente que trabaja como guardia jurado, personal de seguridad, taxistas, ventas al detall, restaurantes, y que dependen de los analistas. Quedan pocos productores en las ciudades americanas".

Esta dualización no es sino el reflejo de la desigualdad social que provocó la reestructuración económica de los años ochenta y que estos días parece explicar la furia contra Bush. Uno de los libros más consultados por los tres candidatos estos meses de campaña electoral es America: ¿What went wrong? (América: ¿Qué fue mal?), resultado de un trabajo de dos años en 50 ciudades de 16 Estados. Los periodistas del Philadelphia Inquirer Donald Barlett y James Steele publicaron su trabajo en artículos. A mediados de 1992 ampliaron la investigación y dieron forma al libro, que ha vendido ya unos 420.000 ejemplares. "Fue el resultado de la presión del público. Más de 20.000 llamadas, colas de gente en la puerta del periódico; nunca pudimos imaginar que un tema de interés económico general pudiese atraer a tanta gente", dicen Barlett y Steele.

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"Las políticas de Reagan y Bush han acelerado el desmantelamiento de la clase media americana. Sólo se pueden encontrar dos antecedentes: 1913, cuando el descontento llevó a adoptar el primer impuesto progresivo sobre la renta, y 1933, el año en el que la crisis condujo al New Deal". Los datos abrumadores que aportan Barlett y Steele llevaron a la Casa Blanca a organizar un pequeño grupo de trabajo para responder públicamente. "Pero no lo hicieron. Sólo apuntaron, a través de filtraciones, que si bien los datos eran correctos, su interpretación había sido distorsionada", explica Steele.

Según los datos, la década exhibe el primer incremento sustancial en diferencias de ingresos y riqueza, en la línea de reformular el esquema igualitario de la sociedad estadounidense, más o menos vigente desde los años treinta y cuarenta como resultado de la distribución patrocinada por el New Deal. El 1% de las familias más ricas acapararon, según cálculos de la Oficina de Presupuesto del Congreso, el 70% del incremento de los ingresos medios familiares entre 1977 y 1989. El 20% más rico se alzó con más del 100% del crecimiento, a expensas del 40% más pobre. Las cifras de la Reserva Federal no le van a la zaga. Hacia 1989, el 1% más rico de las familias estadounidenses poseían el 37% de la riqueza neta de todas las familias del país, comparado con un 31% en 1983. La expansión de la economía, pues, tuvo sus ganadores y perdedores.

Robert Bartley, responsable de las páginas editorl ales del Wall Street Journal, miembro del círculo de intelectuales que apoyó con fervor la política de Reagan, cree que fue un error subir los impuestos, como hizo Bush dos años atrás, y que sería necesario "hallar una creatividad similar en los años noventa". Los siete años de vacas gordas no deberían ser seguidos por otros siete de vacas flacas. Según Bartley, en julio de 1990 terminan ocho años de expansión ininterrumpida al cabo de los cuales EE UU ha añadido a su potencial productivo el equivalente de lo que sería la economía de Alemania Occidental, al tiempo que promovió 18 millones de puestos de trabajo y una mejora del nivel de vida medido en ingresos reales disponibles per cápita, que crecieron un 20%.El montaje de las reaganomics comenzó con la reducción de impuestos para los ingresos más altos de la pirámide salarial y para las empresas. La idea fue que los recortes fiscales abrirían la puerta a las inversiones de capital y, como resultado de ello, un crecimiento rápido y sostenido. En lugar de ello, la economía entró en la peor recesión de la posguerra (1981-1982). Ningún problema. Los cuidadores pidieron paciencia. Como suele ocurrir con los ciclos económicos, la recuperación finalmente tuvo lugar. Durante la misma, basada en los recortes fiscales y estimulada por los gastos militares, crecieron especialmente los sectores más vinculados a la producción de dinero (esto es, las finanzas).

El combustible de esta recuperación, por otra parte, provino del endeudamiento y de la acumulación de los déficit gemelos (público y comercial), sumiendo a EE UU en una crisis financiera permanente. Reagan asumió la presidencia con una deuda federal de un billón de dólares; hoy dicha deuda se ha cuadruplicado (cuatro billones de dólares), a la que se añade la deuda de los particulares y las empresas, que exigen el pago de intereses por unos 150.000 millones de dólares, o el 70% de los beneficios de las em presas. El endeudamiento de los particulares pasó de representar el 69% de los ingresos, a finales de 1980, al 94% a finales de los ochenta, para bajar durante la recesión actual al 93,8 en el primer trimestre de 1992. El peso brutal de este endeudamiento sobre la recuperación es evidente: los gastos de los consumidores individuales representan alrededor de un 75% del producto nacional bruto americano. Por el lado del consumo, pues, no hay salida, al menos de momento.

Entretanto, hace ahora siete años desde que el 16 de septiembre de 1985, en medio del frenesí reaganíano, el Departamento de Comercio anunciaba que Estados Unidos se había convertido en una nación deudora. "El imperio americano murió ese día", afirma el escritor Gore Vidal. "El imperio tenía 71 años y había estado enfermo desde 1968".

La 'decadentitis' americana

La decadentitis o el debate sobre la decadencia del imperio americano es una obsesión que dura ya largos años, pero las elecciones de 1992 han actualizado el interés, habida cuenta de la mala evolución del empleo, el trabajo precario, la pérdida de posiciones de importantes industrias dentro de la economía global, el deterioro del sistema de salud y las dificultades del sistema financiero y bancario. Sólo las recientes dificultades de la Unión Europea y la crisis del mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo, por un lado, y el colapso de la economía y finan zas en Japón contribuyen a situar en perspectiva la decadencia de la economía de EE UU.John Case, de la revista Inc., afirma en un reciente libro (From the ground up -Desde el suelo, arriba-) que el problema no es la decadencia económica, sino las implicaciones sociales de profundos cambios económicos. Los años ochenta representaron para las personas empleadas en las grandes empresas americanas un terremoto sin precedentes. Si hacia 1979 las ventas de las 500 compañías más grandes representaban el 58% del. Producto Nacional Bruto, el empleo se hallaba estabilizado en 16,2 millones de personas. Durante los años ochenta, bajo la ofensiva Financiera de los especuladores, las famosas compras apalancadas por los ejecutivos, importantes empresas se fueron a pique. En 1989, las ventas de las 500 más grandes cayeron al 42% del PNB, mientras que el empleo se redujo a 12,5 millones de personas.

Al compás de la caída de las grandes empresas, surgió una nueva generación de pequeñas compañías, básicamente en el sector de alta tecnología y semiconductores.

Según Case, estas empresas han aprovechado muy importantes oportunidades, aunque admite sus implicaciones en términos sociales. "La estabilidad económica de los americanos, que había sido siempre algo asegurado, se ha terminado", dice Case. "En el futuro, la sociedad tendrá que estudiar y aprender a extraer ventaja de las oportunidades que surgen de la nueva dinámica empresarial en la economía americana y, también, mitigar tanto sus excesos como su previsible crónica inestabilidad".

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