Tribuna:

Realidad de la literatura

Un concienzudo y muy valioso intento de teorizar acerca del realismo literario -me refiero al libro reciente de Darío Villanueva- me ha llevado a reflexionar de nuevo sobre este viejo tema, que en la historia de nuestra cultura arranca del problemático concepto de mímesis enunciado por Aristóteles en su Poética y generalmente interpretado como copia de la naturaleza por el arte. Bajo forma de boutade, pero con penetración tan aguda que desmiente la aparente frivolidad de su frase, invirtió Oscar Wilde la fórmula afirmando que, al contrario, es la naturaleza quien imita al ...

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Un concienzudo y muy valioso intento de teorizar acerca del realismo literario -me refiero al libro reciente de Darío Villanueva- me ha llevado a reflexionar de nuevo sobre este viejo tema, que en la historia de nuestra cultura arranca del problemático concepto de mímesis enunciado por Aristóteles en su Poética y generalmente interpretado como copia de la naturaleza por el arte. Bajo forma de boutade, pero con penetración tan aguda que desmiente la aparente frivolidad de su frase, invirtió Oscar Wilde la fórmula afirmando que, al contrario, es la naturaleza quien imita al arte. Si este dicho ingenioso mantiene su vigencia, y todos seguimos recordándolo como lo hago yo ahora, es porque responde a una percepción muy certera, opuesta al inveterado lugar, común.Tomemos, por ejemplo, el paisaje romántico. Sólo este adjetivo lo sitúa ya en una época histórica, dentro de un concreto contexto cultural. Antes del romanticismo no cabe hablar propiamente de paisaje romántico, aunque retrospectivamente quepa intentar homologaciones. ¿Cómo pudo crearse un día el paisaje romántico? Una sensibilidad artística, animada por el complejo de sentimientos correspondientes al llamado zeitgeist, y cuyo antecedente pudiera hallarse quizá (es la homologación retrospectiva a que me refiero) en la típica melancolía del barroco -baste recordar la poesía de Bellay, de Quevedo, sobre las ruinas de Roma-, descubre tal vez en un determinado paraje los elementos idóneos para una elaboración capaz de suscitar estéticamente aquel espíritu de época. El artista -pintor, poeta- elige y selecciona en lo que se presenta sus ojos aquello que estima adecuado, eliminando acaso cuanto estorbaba a su concepción del cuadro. Y así como ese artista creador ha buscado la perspectiva adecuada para combinar y componer según su arbitrio los materiales que tenía al alcance, también el observador casual que luego, una vez establecidos los modelos acordes con la sensibilidad de su tiempo, paseando acaso por el campo, se para a contemplar con deleite un cierto paisaje natural lo que hace en verdad es componer mentalmente por su cuenta su propio cuadro romántico, insertando aquello que tiene ante la vista dentro del marco ideal vigente, con abstracción acaso de tal o cual detalle que disuena. Así, una vez fijados los modelos por la imaginación creadora del artista, y ya dentro de una determinada tradición pictórica, todos podremos reconocer ahora en parajes análogos esa belleza natural que aquél les ha conferido, y que antes no tenían. La puesta en valor del paisaje castellano debida a los escritores de la generación del 98 ilustra bien -y es otro ejemplo- lo que quiero decir: gracias a ellos, lo que antes parecía feo apareció revestido ahora de insospechada belleza.

De este modo, la creación artística viene a destacar y privilegiar determinados Parajes, dándoles categoría de paisaje admirable, hasta que por último llegan a vulgarizarse, degradados en tarjeta postal o folleto de propaganda turística; pero éste será ya el final de una trayectoria, cuando el gusto de la época comienza a cambiar, es decir, cuando empieza a aflorar ya una sensibilidad correspondiente a momento históricocultural distinto.

En efecto, la naturaleza es muda; la naturaleza no significa nada, carece de sentido, y somos los hombres quienes nos. servimos de ella como materia prima para organizar nuestra realidad; en definitiva, para crear la realidad.

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Hablamos de paisaje natural, pero ¿qué deberá entenderse por naturaleza? Diría yo que la naturaleza está constituida por el conjunto de aquello que, a través de los sentidos, llega a nuestra conciencia y adquiere en ella significación. Es nuestra conciencia la que con tales sensaciones constituye y organiza las cosas, prestándoles un significado. Incluso el sujeto perceptor se objetiva a sí propio como entidad significante en el ámbito de su conciencia. Ahora bien, toda significación reclama` un receptor, implica un mensaje dirigido a otras conciencias capaces de captar el significado. Supongo que la plasmación de lo percibido por los sentidos en formas significativas concretas ha sido la tarea del arte desde sus manifestaciones primitivas; pero si ya los dibujos rupestres expresan simbólicamente un contenido que debe ser a su vez captado e interpretado por la conciencia ajena, no hay duda de que el lenguaje humano -hecho como lo está de signos con puro valor, convencional a diferencia de la expresión inmediata de impulsos animales que está en su base- es quien, posee un potencial más alto de expresividad significante.

Siendo así, no vacilaría yo en afirmar que la realidad de nuestro mundo actual -y no conocemos otro- tiene como principal fundamento- el lenguaje; más aún, que es una creación imaginaria sostenida, sobre todo, por la comunidad idiomática. El lenguaje permite, en efecto, producir las complejas elaboraciones que constituyen la cultura (con razón se ha postulado que en ésta, en la cultura, consiste la verdadera naturaleza del hombre), rebasando los términos elementales de la espontánea expresividad biológica hacia niveles superiores de una más libre, creativa comunicación. Vivimos en un mundo hecho de palabras; todo lo que nos preocupa y ocupa nuestra mente_ adquiere forma mediante las palabras; la sociedad humana se entreteje con palabras; con palabras pensamos; con palabras nos relacionamos- con el prójimo; y si acaso hemos quedado absortos y abismados, todavía nos descubrimos hablando solos., Todo el edificio de la civilización está montado sobre las palabras. Cuanto llena nuestra imaginación y reclama nuestro interés, en lo público como en lo privado -las informaciones que leemos en el periódico o nos transmiten los medios audiovisuales, las transacciones de la actividad cotidiana tanto como los intercambios de la vida intelectual o sentimental-, tiene por principal soporte la palabra.

Pues bien, en el tratamiento del viejo tema de la relación entre realidad y literatura (la famosa cuestión acerca del realismo literario), lo primero a tener en cuenta debiera ser que la literatura -tanto en el sentido lato de lenguaje escrito como en el sentido estricto de creación poética- no sólo forma ya parte sustantiva de la realidad, sino que es factor muy decisivo en la configuración de la realidad misma. Desde que la escritura fue inventada, el signo que representa con mayor fijeza y permanencia al lenguaje hablado: la letra, viene siendo instrumento de uso indispensable y de primordial influencia en el edificio de las sociedades humanas, tanto a efectos prácticos como también en el orden de la imaginación poética: documentos escritos constituyen y regulan las instituciones públicas y en textos escritos se cifran las obras de creación poética.

Cifiéndonos a ésta -a la literatura en su sentido estricto, no hará falta subrayar lo que es muy obvio: que la invención poética forma parte sustancial de la realidad viva en las sociedades desarrolladas, donde la tradición literaria integra un corpus de presencia activa y donde la producción actual viene a incorporarse a ella causando de continuo impactos más o menos notables. Por lo demás, la palabra poética no es un espacio exento: ingresa de varias maneras en el lenguaje práctico, se injiere en el habla cotidiana. A conciencia de ello o sin saberlo, solemos emplear hoy frases que nuestros clásicos escribieron hace siglos, y que ya forman parte del lenguaje cotidiano; pues si los hispanohablantes nos valemos de expresiones acuñadas por Cervantes o por Calderón, lo mismo ocurre en otros idiomas, y así por ejemplo las gentes de lengua inglesa, acaso sin darse cuenta, citan con frecuencia a Shakespeare, cuyas palabras pueden rastrearse hasta en los anuncios publicitarios.

Es claro, pues, que las obras integrantes de un acervo literario forman parte de la realidad actual, y que a su vez las nueva

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mente publicadas ingresan en ella tan pronto como aparecen. Es bien sabido cómo en el Quijote de 1616 los personajes toman noticia del Quijote publicado unos 10 años antes, y lo discuten, y nos informan de que el volumen de esa primera parte andaba por entonces en todas las manos.

El libro era, y lo sigue siendo, un objeto con entidad real y presencia efectiva en el mundo. Y ¿qué decir de los personajes que pueblan sus páginas? La mayor parte de ellos fueron imaginados por un hombre de Carne y hueso, Miguel de Cervantes; otros, entre éstos el propio autor cuando irrumpe en la obra, representan a sujetos históricos, a individuos que, como él mismo, vivieron en su día; y todavía aparecerá uno que había sido imaginado por escritor distinto en la trama de distinto libro, pero que Cervantes recoge para introducirlo en el suyo. Todos, sin embargo, tienen la misma entidad: todos cobran realidad efectiva en la conciencia del lector; y-, más aún, trascienden todavía hasta instalarse en la conciencia de gentes que jamás han leído el libro, sin que quepa reconocerle a ninguno de tan diversos personajes más sustancia que a cualquier otro.

Lo cierto es que las figuras literarias -y no sólo ellas, sino todas las creaciones de la imaginación artística- entran a formar parte de la realidad con intensidad formidable. Son los paradigmas a través de los cuales queremos entender el espectáculo que se presenta a nuestra vista: calificamos una situación de kafkiana; otra, de dantesca; vemos a nuestro prójimo según modelos sacados de la literatura: Fulano es un quijote, mengano un harpagón, zutano un donjuán, etcétera; y si la mirada ajena caracteriza al prójimo según patrones literarios, el sujeto mismo puede muy bien tomarlos por modelo para confeccionar su propia imagen, y pretender quizá asimilarse a Werther, a Don Juan Tenorio, o bien a tal o cual estrella del cine. Las figuras creadas por la imaginación artística habitan en el mundo imaginario de cada uno de nosotros, tal cual los personajes históricos de que tenemos noticia, o como también nuestro vecino o nuestro pariente más cercano.

Porque es en la mente humana donde la realidad se encuentra instalada; es la mente humana quien configura y sostiene la realidad; el mundo es imaginario; o -como teorizó Schopenhauer, como sintió y pensó el barroquismo cristiano, como el remoto Oriente percibió- el mundo es representación,, y dentro de esa representación actúa nuestra voluntad.

Francisco Ayala es escritor.

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