Tribuna:

El preso 1.509

La captura del tristemente célebre Abimael Guzmán, alias Presidente Gonzalo, significa un serio revés y, acaso, el principio del fin para Sendero Luminoso, fanática organización terrorista, responsable de una guerra revolucionaria de 13 años que ha causado unas 30.000 muertes y daños por cerca de 20.000 millones de dólares en el Perú.Aunque se declara marxista-leninista y, sobre todo, maoísta, Sendero Luminoso practica el culto de la personalidad de manera cuasi religiosa y ha divinizado a su líder, "la cuarta espada del marxismo", a extremos que sólo Stalin y Mao alcanzaron en sus peri...

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La captura del tristemente célebre Abimael Guzmán, alias Presidente Gonzalo, significa un serio revés y, acaso, el principio del fin para Sendero Luminoso, fanática organización terrorista, responsable de una guerra revolucionaria de 13 años que ha causado unas 30.000 muertes y daños por cerca de 20.000 millones de dólares en el Perú.Aunque se declara marxista-leninista y, sobre todo, maoísta, Sendero Luminoso practica el culto de la personalidad de manera cuasi religiosa y ha divinizado a su líder, "la cuarta espada del marxismo", a extremos que sólo Stalin y Mao alcanzaron en sus periodos de gloria. Este hecho y la estructura vertical, rígidamente centralizada, de Sendero traerán como con secuencia inmediata que, ahora que el inspirador y jefe supremo del que todo dependía está en tre rejas, cunda la desmoraliza ción entre muchos senderistas, los organismos supervivientes queden semiparalizados y sean mucho más vulnerables. Si las autoridades actúan con rapidez, podrían darle el golpe de gracia.

Pero el Gobierno de facto de Alberto Fujimori parece empeñado en desaprovechar esta oportunidad con operaciones publicitarias oportunistas de muy dudoso tino, como exhibir a Abimael Guzmán en una jaula de fieras, con un traje a rayas y numerado, y hacerlo desnudarse ante las cámaras de televisión, en humillantes y circenses ceremonias, que, además de constituir una flagrante violación de los derechos humanos inherentes a cualquier reo (aun el de prontuario más sangriento), sólo servirán para dotarlo de una aureola de martirio y galvanizar a sus fanáticos seguidores. La sangre que las apocalípticas teorías y consignas de Abimael Guzmán han hecho correr, sobre todo entre los peruanos de condición más humilde, y los estragos económicos y políticos que ellas causaron al Perú requieren una sanción ejemplar, desde luego. Pero una sanción legal, resultado de un proceso digno de este hombre, ante un tribunal competente y según normas jurídicas civilizadas, algo que sólo un Estado de derecho está en condiciones de aplicar.

Las disposiciones dadas por el Gobierno de facto para juzgar a los acusados de terrorismo -jueces invisibles, audiencias secretas, prohibición a la defensa de llamar testigos y de apelar las sentencias- están más cerca de esas aberraciones jurídicas que son los "juicios populares" con que Sendero Luminoso justifica sus crímenes que, digamos, de los procesos judiciales que se siguen en España a los acusados de ETA o en Gran Bretaña a los terroristas del IRA. Esto puede parecer eficaz en el corto plazo, pero en el mediano y en el largo no lo es, pues si una sociedad, para combatir mejor al terrorismo, adopta sus métodos, es aquél el que gana la guerra, aunque parezca perder todas las batallas. (Esto no lo dice un simpatizante de Sendero, desde luego, sino alguien que combatió a esa organización desde el primer día, dentro y fuera del Perú, a quien los terroristas intentaron matar en dos ocasiones y muchos de cuyos amigos y colaboradores fueron blanco de sus crímenes. Pero éstos murieron porque querían acabar para siempre con el salvajismo. en el Perú, no reemplazar la barbarie del terror con la de una dictadura).

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La captura de Guzmán ha despertado grandes ilusiones en un país ya harto de los dinamitazos y apagones cotidianos, del toque de queda, de vivir en la inseguridad y el miedo. Por eso, millares de peruanos, al conocer la noticia, salieron a las calles, exultantes, a cantar el himno nacional y embanderaron sus casas. Pero, por desgracia, es improbable que la terrible violencia política y social que vive el Perú desde hace algunos anos desaparezca en un futuro inmediato. Porque las circunstancias que ganaron una cierta audiencia a la prédica apocalíptica de Guzmán, y el odio, resentimiento y frustración que empujaron a muchos estudiantes, maestros, campesinos, intelectuales y desarraigados (lumpen) a poner las bombas y cometer los salvajes asesinatos de Sendero, siguen allí y pueden servir de fermento a nuevos cataclismos.

Se trata de una vieja historia que comenzó hace casi cinco siglos, con el trauma de la conquista. Ella estableció, en la sociedad peruana, una división jerárquica entre la pequeña élite occidentalizada y próspera y una inmensa masa de origen indio, miserable, a la que aquélla discriminó y explotó sin misericordia a lo largo de toda la colonia y de la república. A diferencia de otros países latinoamericanos, como Argentina, Venezuela o México, donde el crecimiento de la clase media y el mestizaje amortiguaron de manera considerable los antagonismos sociales y pemitieron una modernización de vastos sectores del país, en el Perú aquella esquizofrenia histórica ha continuado: hay dos naciones, casi impermeables la una a la otra, que conviven en una tensa y recelosa animadversión recíproca.

Los forasteros que recorren la hermosa geografía peruana, o visitan sus maravillas arqueológicas (pocos, en los últimos años), quedan espantados al advertir la vertiginosa distancia que hay entre los niveles de vida de la alta clase media y de los ricos peruanos y los de esas inmensas masas de las barriadas o de las aldeas de los Andes, entre las que epidemias como la del cólera hacen estragos, que viven sin agua, sin luz, sin trabajo, sin las más elementales condiciones de higiene y, lo peor de todo, sin esperanza.

El Perú es un país rico, porque su suelo está lleno de riquezas (tanto que en España y Francia aún se usa una expresión del siglo XVIII, "¡vale un Perú!", para dar idea de lujo y opulencia), pero la mayoría de peruanos siempre han sido pobres. En los últimos 30 años su suerte se agravó y empezaron a ser pobrísimos y miserables y a hundirse, cientos de miles de ellos, en un abismo de desesperación que hizo, a algunos, receptivos al mensaje nihilista y autodestructivo de Sendero Luminoso.

Acaso peor que la falta de solución para los problemas económicos y sociales de un país son las soluciones equivocadas, aquellas que empeoran lo que pretenden corregir. Es lo que ocurrió en el Perú durante la dictadura militar izquierdista del general Velasco (1968-1980), que nacionalizó cerca de 200 empresas, colectivizó las tierras y reemplazó a los antiguos hacendados y empresarios por burócratas o mafias políticas, y cuadruplicó el número de empleados públicos. Sin la catástrofe que significó esa experiencia para el Perú, Sendero Luminoso jamás hubiera llegado a ser lo que fue; su destino, probablemente, se confundiría con el de tantos grupúsculos ultraextremistas efímeros que jamás salieron de la catacumba y murieron sin pena ni gloria, en tantos países de América Latina, en la década del radicalismo, los sesenta.

La dictadura de Velasco,

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El preso 1.509

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que se proclamaba socialista y revolucionaria, reclutó al partido comunista prosoviético y a otras fuerzas de izquierda -sobre todo la izquierda intelectual-, que la apoyaron resueltamente, a cambio de una participación (limitada, por lo demás) en el poder, sobre todo en los grandes entes burocráticos que aquélla erigió para administrar el magnificado sector público. Esta colaboración con el régimen militar provocó una radicalización frenética en ciertos sectores marxistas y trotskistas, que denunciaban el oportunismo revisionista de los colaboradores y, para desmarcarse de ellos y mostrar su diferencia, se confinaban en una ortodoxia maoísta delirante. Éste es el contexto político que está detrás del fundamentalismo ideológico de Abimael Guzmán y de sus dicterios, de aliento inquisitorial, contra esa izquierda que llama de "cretinos parlamentarios", y la explicación de que el Perú haya sido el único país latinoamericano en el que el maoísmo más radical llegara a convertirse en una fuerza política de cierto arraigo popular. Esta prédica no hubiera encontrado eco, por lo demás, sin el empobrecimiento atroz de grandes sectores del pueblo peruano que trajo consigo la política populista y colectivista de la dictadura militar.

Esta política de nacionalismo económico, hostigamiento a la empresa privada, desaliento a la inversión extranjera, socialización de la economía, alcanzaría nuevas cimas durante el Gobierno de Alan García Pérez (1985-1990), quien, con su declaratoria de guerra al Fondo Monetario Internacional, su intento de estatizar los bancos y seguros, precipitaría el aislamiento y el desmoronamiento económico del Perú. El país fue declarado "inelegible" para recibir créditos por el sistema financiero mundial, y la inflación acumulada en los cinco años del presidente García superó el millón por ciento. En ese periodo, los salarios reales de los trabajadores se redujeron en dos tercios y el sueldo de los empleados en un 50%.

Pero, por tremendas que sean, esas estadísticas no revelan la magnitud de la catástrofe. Ella se mide, sobre todo, en la pérdida de la confianza en el país de los peruanos que en todos estos años sacaron su dinero al exterior, y en el miedo de los empresarios a hacer planes a mediano o largo plazo, en la migración masiva de jóvenes y profesionales al extranjero, en el aumento de la delincuencia, de los secuestros, de la escalofriante corrupción, del narcotráfico, que pasó a ser la industria más eficiente del país, y en el colapso de los servicios públicos.

A esos males se ha añadido, desde el 5 de abril de este año, la desaparición de la democracia. El presidente Fujimori, que, en el campo económico había comenzado a corregir la nefasta política anterior, de pronto cerró el Congreso, suspendió la Constitución y, amparado en la fuerza militar, comenzó a gobernar por decreto. Desde entonces, ataca a la partidocracia de todos los males peruanos. Como uno de los argumentos utilizados para justificar el autogolpe fue la lucha contra la subversión, es probable que la captura de Abimael Guzmán fortalezca a la dictadura y favorezca sus planes inmediatos. Aunque, en realidad, aquella captura no es obra de Fujimori, ni de la cúpula militar coludida con él, sino de la Dirección contra el Terrorismo (DIRCOTE), un organismo preferido por el régimen, y del trabajo paciente, profesional y eficaz de su jefe, el general de policía Antonio Ketín Vidal, para una buena parte de la opinión pública hay una relación de causa-efecto entre la captura y el reemplazo de la democracia por un Gobierno fuerte,

Éste, a fin de alcanzar el reconocimiento internacional, ha convocado a una Asamblea Constituyente para el 22 de noviembre en unas elecciones que los principales partidos políticos -de izquierda, el centro y la derecha- (no todos, desafortunadamente) han decidido boicotear por la naturaleza obviamente instrumental con que ha sido concebido aquel organismo (el Congreso de las gei-shas), cuya función consistirá en dar un barniz de legalidad a todos los caprichos de Fujimori (incluida su reelección).

Al parecer, esta perspectiva es vista con simpatía por una mayoría de peruanos. Esto es, al menos, lo que dicen las encuestas y proclaman unos medios de comunicación que, con excepción de tres revistas, se han puesto todos al servicio del régimen de facto. ¿La destrucción del imperfecto sistema democrático que tenía traerá por fin al Perú la prosperidad y la justicia social? ¿O, por el contrario, el restablecimiento de aquella tradición autoritaria, de caudillos amparados por una casta militar, que lo llevó donde está, alejará todavía más al Perú real de ese "vale un Perú" del mito? Para mí, lo que está ocurriendo en este momento en mi país no significa una verdadera derrota, sino, en cierta forma, una retorcida victoria del demagogo criminal ahora en la cárcel que despreciaba la democracia burguesa y afirmaba que todos los métodos son buenos para hacerse con el poder, ya que, fuera de éste, como decía Lenin, "todo es ilusión".

Ayer, al salir de dictar mi primera clase en esta universi dad, me encontré en la bulliciosa y próspera Harvard Square con unas aguerridas señoras que enarbolaban carteles a favor de Sendero Luminoso y pedían: "Free president Gonzalo". Cuando me acerqué para curiosear los folletos e insignias de propaganda senderista que además vendían -¡aquí, entre los universitarios más privilegiados de este país!-, divisé a un guitarrista de largos pelos y muchos tatuajes que compartía ese rincón de la calle con las susodichas revolucionarias y entonaba este adecuado estribillo: "Todo, todo en el mundo es confusión... ".

Copyright Mario Vargas Llosa, 1992.

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