Editorial:

Historia alucinante

EL TRÁGICO destino de Suráfrica ha tenido su más reciente manifestación en la matanza, el pasado lunes, de 28 seguidores del Congreso Nacional Africano (ANC), de Nelson Mandela, cuando intentaban cruzar la frontera que separa al país del bantustán de Ciskei. Es ésta una de las 10 áreas a las que Pretoria otorgó una singular independencia a lo largo de la década de los setenta para constituir en ellas reservas tribales, de acuerdo con la política de separación racial que era la esencia del apartheid.

Como Estados, los bantustanes -u homelands- son irrelevantes...

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EL TRÁGICO destino de Suráfrica ha tenido su más reciente manifestación en la matanza, el pasado lunes, de 28 seguidores del Congreso Nacional Africano (ANC), de Nelson Mandela, cuando intentaban cruzar la frontera que separa al país del bantustán de Ciskei. Es ésta una de las 10 áreas a las que Pretoria otorgó una singular independencia a lo largo de la década de los setenta para constituir en ellas reservas tribales, de acuerdo con la política de separación racial que era la esencia del apartheid.

Como Estados, los bantustanes -u homelands- son irrelevantes porque nadie, salvo Suráfrica, reconoce su existencia soberana. Siguen ahí, sin embargo, como exponente de los peores aspectos de la segregación: son reserva de mano de obra barata, dependen del Gobierno blanco para subsistir y están rígidamente controlados. Tal es el caso de Ciskei, que, al igual que su vecino Transkei, está habitado por la etnia xhosahablante, y que, por consiguiente, debería ser un importante aliado de Mandela.

¿Cómo es posible, entonces, que tropas de Ciskei abrieran fuego contra la manifestación del ANC cuando cruzó la frontera el lunes pasado? La respuesta debe buscarse en una complicada trama urdida desde Pretoria con un doble fin: hacer imposible que el ANC se estableciera con fuerza en Ciskei y preparar a un ejército que pudiera utilizarse para controlar después al vecino Transkei. Lo asombroso es que tal conspiración fuera iniciada después de que en 1990 el Gobierno de Pretoria se comprometiera por fin a acabar con el apartheid.

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El corresponsal de The Independent en Suráfrica revela que un mes después de la liberación de Mandela en febrero de 1990, el Gobierno (o al menos las autoridades militares y de policía contra las que el propio líder negro ha clamado una y otra vez sin conseguir que el presidente De Klerk hiciera nada para limitar sus excesos) instigó un golpe de Estado en Ciskei: el brigadier Upa Gqozo desplazó al hombre fuerte y accedió al poder merced, al parecer, a la complicidad o a la directa intervención del ministro de Asuntos Exteriores surafricano. Inmediatamente a continuación, una célula de espionaje establecida por Pretoria para ayudar a Gqozo montó contra éste una operación de lavado de cerebro al tiempo que iba organizando un cuerpo de ejército fuertemente armado. El resultado de sus acciones- fue reducir a Gqozo, en palabras de uno de sus ayudantes, a un estado de "cuasi permanente paranoia" anti-Mandela, lo que explica la reacción de sus fuerzas ante la manifestación del lunes.

No es difícil imaginar que con todo ello se sirve a los intereses de quienes en Pretoria no están dispuestos a renunciar a las venta as de un sistema de supremacía blanca. Quizá el presidente De Klerk no sepa nada de estas maquinaciones de sus servicios de seguridad, pero tampoco puede exonerarse de culpa a un político que se muestra incapaz de controlar a los elementos más retrógrados del antiguo régimen.

Ante esta nueva matanza, la reacción de Mandela que busca una fórmula para que prosigan las negociaciones constitucionales interrumpidas el pasado mes de junio- ha sido muy moderada: está claro que no quiere enajenarse la buena voluntad de su propia etnia.

Busca, más bien, empujar a Pretoria a interrumpir de una vez su participación en una guerra sucia que no hace sino fomentar la certeza de que el Gobierno de Suráfrica no es sincero cuando asegura que busca una solución equitativa y pacífica para ese martirizado país.

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