Tribuna:

Arbitrismo y autonomías

El debate sobre el desarrollo de nuestro Estado autonómico no lleva camino de interrumpirse. En cierta medida es lógico que así sea, al tratarse de un tema en el que confluyen las preocupaciones y las aficiones de un gran número de académicos, periodistas y otros hombres de ideas. No resulta tan comprensible, sin embargo, la disposición del mercado político a comprar iniciativas a este respecto sin que lo arriesgado de algunas de ellas resulte motivo de rechazo o prevención. Acaso todo lo contrario. Podría parecer que, a medida que la sensatez y la prudencia se hacen moneda corriente ante los ...

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El debate sobre el desarrollo de nuestro Estado autonómico no lleva camino de interrumpirse. En cierta medida es lógico que así sea, al tratarse de un tema en el que confluyen las preocupaciones y las aficiones de un gran número de académicos, periodistas y otros hombres de ideas. No resulta tan comprensible, sin embargo, la disposición del mercado político a comprar iniciativas a este respecto sin que lo arriesgado de algunas de ellas resulte motivo de rechazo o prevención. Acaso todo lo contrario. Podría parecer que, a medida que la sensatez y la prudencia se hacen moneda corriente ante los grandes problemas económicos, sociales y políticos que nos han tocado en suerte, corresponde a la organización territorial del Estado ser uno de los últimos refugios para el castizo arbitrismo hispano. Y cuando muy pocos mantienen el ánimo para hablar de aquellos modelos de sociedad que tanto nos entretenían hace escasos años, no son hoy extrañas propuestas que corrigen fronteras, liquidan Estados, revisan constituciones e inventan nuevas regiones y escenarios para la futura integración europea. A falta de otros impulsos transformadores, parecería como si algunos de nuestros hombres públicos se aferraran a la cuestión, en sí misma bastante prosaica, de la organización territorial del Estado como la última oportunidad desde la que plantear empresas políticas de auténtica envergadura.Sin dejarse arrastrar por un injustificado pesimismo, compañero casi siempre obligado de las actitudes arbitristas, debe reconocerse que tanta vocación innovadora ante este tema puede llegar a ser preocupante para la política española. Es verdad que en el inmediato pasado se utilizó imprudentemente el problema autonómico con variados objetivos; pero ahora se constata cierta universalización en el recurso a sus, al parecer, inagotables potencialidades instrumentales. Manosear de continuo el modelo autonómico de Estado, atizar modestas y respetables ambiciones localistas, querer hablar de tú a tú al poder central y a las instancias europeas, sugerir estúpidas incompatibilidades entre la idea de nación española y otras realidades nacionales están dejando de ser expedientes reservados a unos pocos para ocasiones excepcionales. Y la fuerza expansiva de la dinámica insolidaria amenaza con hacer un uso corriente de lo que, por la naturaleza misma de las cosas, no es conveniente aceptar sino con carácter reservado.

Es poco sensato abusar de la flexibilidad del modelo autonómico español al punto de vernos inmersos, por lo que hace a esta cuestión, en un permanente proceso constituyente que muy pocos se atreverían a pedir para otros grandes problemas de nuestra vida pública. La responsabilidad de esta situación debe ser atribuida a una dinámica, de oposición ligada a la inseguridad del Partido Popular en cuanto a su condición de alternativa natural al Gobierno socialista. El que esa inseguridad haya podido ser alimentada desde el poder no resta significado a la actitud titubeante de los dirigentes populares respecto a unos intereses locales que parecen actuar de forma cada vez más acusada al margen de la estrategia de su partido. Si todo lo que el Partido Popular tiene pensado hacer ante la articulación de una opción política de centro-derecha es ir sumando las presiones que le vayan llegando desde las distintas instancias sociales coyuntural o definitivamente molestas con la acción del Gobierno socialista, nadie podrá extrañarse de los componentes erráticos de una política autonómica (aceptacíóq inicial del pacto con el PSOE, administración única para unos pocos, administración única para todos, reivindicación aragonesa, etcétera), que terminará limitándose a ser, en lugar de una seria alternativa a lo existente, un arma más con que intentar el apetecido desgaste socialista.

Para ayudar a la oposición en la reconsideración de sus planteamientos ante el tema autonómico, bueno sería reconocer que el PSOE no fue ajeno en el pasado a los pecados que ahora se denuncian. Podría decirse incluso algo más. Allí donde el PSOE mantiene una política de oposición, particularmente en el caso catalán, sigue aferrado a una discusión sobre el modelo autonómico, que no se diferencia sustancialmente de la apetecida por las diversas fuerzas de centro-derecha. En uno y otro caso permanece el ánimo de disputar el poder en un terreno que parece lleno de atractivo para cuantos aspiran a conseguir la mayoría política. Se podría incluso decir que el pulso de los socialistas catalanes con el nacionalismo pujolista presenta un punto de complicación en cuanto se aparenta un deseo de resolver, desde el conjunto del Estado, lo que solamente pueden decidir los votantes catalanes. Pero descontados los matices, subyace aquí y allá la tentación de anclar el debate político en las reglas del juego con preferencia sobre el contenido mismo de ese juego.

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Puestos a sugerir modestas proposiciones en relación al tema, se me ocurren dos. Podría ser muy conveniente proceder a una nítida distinción entre las sugerencias teóricas y la práctica política. El problema no está en el valor intrínseco, sin duda considerable, de ideas como la de la administración única de Fraga Iribarne o la del federalismo de los socialistas catalanes. El problema radica en la inmediata transformación de proyectos complejos y merecedores de estudio y discusión en banderines de enganche político, para cuya puesta en práctica no parece querer reconocerse otro obstáculo que la pereza, la inoperancia o el conservadurismo del poder central. Resultado inevitable de este proceso es la desvirtuación de unas propuestas técnicas en retórica política capaz de alimentar las insatisfacciones de diversa índole, que flotan inevitablemente en tomo a la práctica de reforma gradual y ajuste razonable de la planta política del Estado. Una situación que es más de lamentar en cuanto nada indica que pueda ser éste un objetivo deseado por parte de tanto esforzado innovador en materia autonómica.

La segunda de las proposiciones es todavía más modesta. Si no es posible centrar el debate de las autonomías en el examen y discusión de lo que hacen los distintos poderes autonómicos, aceptemos cuando menos la conveniencia de embridar la imaginación sobre el particular al nivel de capacidad innovadora y transformadora manifestada ante el resto de los grandes problemas públicos de este país. No me parece demasiado optimista esperar de la puesta en práctica de tan limitadas propuestas un sesgo favorable para el definitivo asentamiento de nuestro modelo autonómico.

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la UNED.

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