Tribuna:

Los hombres difíciles

De tanto en tanto, la sociedad segrega de sí sus propios anticuerpos en forma de individuos que rigen sus vidas por estrictas normas de integridad moral, y dedican la mayor parte de su tiempo a zaherirla de alguna manera desde sus tareas intelectuales. Estos individuos suelen ser faros del pensamiento y ojos avizores de la fenomenología social. Prontos a la advertencia intransigente ante desviaciones estúpidas o inimorales, aparecen como aguafiestas dispuestos siempre a luchar contracorriente. El uno contra todos de sus batallas les hace dudar de su razón, en ciertas ocasiones, y sentirse débi...

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De tanto en tanto, la sociedad segrega de sí sus propios anticuerpos en forma de individuos que rigen sus vidas por estrictas normas de integridad moral, y dedican la mayor parte de su tiempo a zaherirla de alguna manera desde sus tareas intelectuales. Estos individuos suelen ser faros del pensamiento y ojos avizores de la fenomenología social. Prontos a la advertencia intransigente ante desviaciones estúpidas o inimorales, aparecen como aguafiestas dispuestos siempre a luchar contracorriente. El uno contra todos de sus batallas les hace dudar de su razón, en ciertas ocasiones, y sentirse débiles en su soledad. Son tantos, dicen de los otros, que probablemente tienen razón. Lo contrario del hombre de acción, seguro de sí mismo, como no podía ser menos.A propósito del comentario peyorativo provocado en algún periodista, de los de antes, por la imposición por real orden de la lectura de El Quijote en las escuelas, Ortega manifestaba su alegría porque alguien se le hubiera adelantado a expresar lo que él pensaba; porque, decía, "Ios que están condenados a pensar de distinta manera que sus convecinos, a ser de otra opinión, a ser heterodoxos, deben economizar cuanto puedan su heterodoxia, para que no se tache de afán lo que es más bien una desdicha". De forma parecida se manifestaba Nietzsche, que escribía a su hermana, según comenta Trapiello, que "nosotros los solitarios y libres en el espíritu vemos que, constantemente, en algún punto parecemos otra cosa que la que pensamos. Mientras no deseamos más que la verdad y la sinceridad se teje en torno nuestro una red de equívocos y nuestro más violento anhelo no puede impedir, sin embargo, que nuestro obrar se vea envuelto en una nube de falsas opiniones, de adecuaciones, de semiconcesiones, de silencios indulgentes, de interpretaciones erróneas". Según el comentarista nietzschiano, éste es el retrato fiel "de lo que es un solitario, sobre todo, de lo que siente un solitario. Porque la soledad no es un estado intelectual, sino un estado de los sentímientos. No es siquiera un estado transitorio, sino una forma de ser y padecer".

La reciente lectura de un artículo de Juan Luis Panero (El crepúsculo de un mundo), publicado en el monográfico Babelia de EL PAÍS, me llevó a preguntarme de qué mundo se hablaba y, también, a recordar antiguas lecturas e impulsarme a otras nuevas. Respecto del mundo de que se hablaba, parece deba concluirse que la referencia a. la Viena de fin de siglo no agota otros significados. ¿No es también el crepúsculo actual del mundo del Este europeo, que en gran medida formaba parte del imperio austrohúngaro? Y en relación con viejas lecturas, ¿cómo no pensar en Músil y su catadura moral retratada en su casi única y prodigiosa obra, El hombre sin cualidades, así como en el rigor de sus actitudes frente a lo que otros pensaban de él y lo que él pensaba de los otros? De ello da fe Canetti cuando habla de lo mal que le tomó Músil su visita a Tomás Mann y la alta consideración en que le tenía; como igualmente las críticas a Herman Broch, al que acusaba de plagiarlo del proyecto de su libro antecitado; ello con el agravante de que Broch era uno de sus mayores benefactores y que, por admiración, organizó una asociación cuyos socios subvenían a las necesidades de Músil para permitirle que se dedicara únicamente a escribir. A pesar de todo, no perdonaba paso mal dado fuera quien fuera y se tratase de lo que se tratase. También he pensado y repensado mucho en Joseph Roth y su Marcha de Redetzky, esa estupidez que tanto halaga al público del clásico concierto de Año Nuevo en Viena y que era la música más popular del imperio austrohúngaro. Y tantos otros hombres lúcidos y sentimentales y, por lo mismo, difíciles y solitarios. A ellos no escapaba el análisis de la situación y, consecuentemente, el riesgo de lo que se les venía encima. Es verdad que se limitaban a criticar y zaherir, poniendo en solfa las instituciones, y entre ellas, la primera, el propio emperador. Retrataron un pueblo embobado ante el espejismo que irradiaba Francisco José desde sus palacios, festines y solemnidades. Viena, por imitar a París, era la ciudad alegre y confiada. ¿Cómo no citar, de ningún modo exhaustivamente, a Sniztler, Stifter o a Karl Kraus, este último tan agorero en sus títulos (Los últimos días de la humanidad)? Excluyo de esta lista a escritores menores, como Stefan Zweig y Franz Werfel, a pesar del título de un libro de éste, El crepúsculo del mundo; algo pudo atisbar, escondido entre los poderosos senos de Alma Mahler, tratando de alcanzar la frontera española, huyendo de los nazis desde Berlín-Viena hasta Nueva York, en unión de Walter Benjamin. Éste, como otros (el propio Roth y Zweig), no pudieron escapar al suicidio, sin ahorrarse el trámite previo del alcoholismo.

Pero es el caso que ahora empezamos a vivir, no una situación similar a la de la Viena de fin de siglo, como ciudad capitalina de todo el imperio, pero sí una época de confusión que asola a toda Europa desde los Urales a Punta Europa. Es diferente, claro, como diferentes son las épocas, las condiciones geopolíticas y geoeconómicas y, sobre todo, el talante de los protagonistas (jefes de Estado, reyezuelos y demás figurantes). Piénsese, por ejemplo, en la descomposición iniciada en los países del Este y en la marea migratoria que sube desde el norte de África al centro de Europa, coloreada como un arco iris, y que tiene como punto de partida el litoral español. No se olviden los faustos que se avecinan en España, mientras los pueblos que colonizara y convirtiera a la única religión verdadera de entonces mueren de hambre y de pena por la sangre derramada en sus campos y ciudades. Falta el notario que diera fe de todo ello, y a fuerza que estoy convencido de que Bernhard (también austriaco) hubiera cumplido sobradamente esta tarea. ¿Qué hubiera dicho Bernhard de nuestra Kakania particular y de sus políticos, jueces, policías, toreros, cofrades, rocieros y demás fauna seudociudadana? ¿O de esas instituciones fundadas por mecenas tardíos y arrepentidos de los pecados que le permitieron acceder al mecenazgo? ¿Y del personal al servicio vil o servil o servivil del mecenazgo, reclutado entre las últimas o menos últimas glebas universitarias, de tan escaso bagaje intelectual como alto índice de trepa, para ser foco de irradiación de una cultura localista incapaz de trascender la periferia del término municipal? Frente a ello, es verdad, hay que hacer algo, y no limitarnos a la crítica negativa. Los jóvenes imputan al intelectual pusilanimidad y falta de realismo. Pero los jóvenes no sólo son jóvenes, sino también arrogantes, lo que sería bueno si mantuvieran la arrogancia durante toda la vida. Todos sabemos que no es así y que con el tiempo el conservadurismo se les cuela en la sangre. Para salvar esta contradicción no les queda más remedio que morir jóvenes, viviendo peligrosamente, pues, caso contrario, la arrogancia es falsa y se matiza de fascismo.

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José Cabrera Bazán es profesor de Universidad.

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