Tribuna:

Madrid se hunde

MONCHO ALPUENTEEl autor denuncia el proyecto municipal de horadar la plaza de Oriente para un nuevo aparcamiento subterráneo con centro comercial incluido, aun a costa de los restos arqueológicos, los árboles y los jardines de la zona.

"Si no puedes solucionar tus problemas, entiérralos" es el nuevo axioma de los ediles madrileños que, tras sus intentos de barrer del centro urbano al extrarradio a yonquis, vagabundos e inmigrantes, ha decidido sepultar el tráfico rodado y socava cual ávido roedor la corteza de la ciudad con aparcamientos y túneles subterráneos para sepultar en las profundidades a los automóviles culpables de lesos delitos ecológicos. Todo procedimiento es válido, cualquier cosa antes que restringir la circulación de automóviles en determinadas áreas del centro. Temerosos de lesionar la libre y egoísta...

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"Si no puedes solucionar tus problemas, entiérralos" es el nuevo axioma de los ediles madrileños que, tras sus intentos de barrer del centro urbano al extrarradio a yonquis, vagabundos e inmigrantes, ha decidido sepultar el tráfico rodado y socava cual ávido roedor la corteza de la ciudad con aparcamientos y túneles subterráneos para sepultar en las profundidades a los automóviles culpables de lesos delitos ecológicos. Todo procedimiento es válido, cualquier cosa antes que restringir la circulación de automóviles en determinadas áreas del centro. Temerosos de lesionar la libre y egoísta iniciativa de esos ciudadanos alérgicos al pavimento que no se quitan su coraza metálica ni para ir a comprar el periódico, los ediles madrileños han optado por las perforadoras."Fui edificada sobre agua, mis muros de fuego son", afirma el apócrifo lema de Madrid que hace referencia explícita a los numerosos viajes de agua que corren en el subsuelo y al sílex de sus murallas, agua que asoma todavía de vez en cuando en los entresijos del metro de ópera, agua de los famosos caños del Peral que dieron nombre al primitivo teatro allí emplazado, agua que, aun en plena sequía, aflora por sorpresa cuando, para abrir paso o dar refugio a los automóviles, las máquinas horadan el asfalto. Aguas que se baten en retirada ante cada nueva agresión y que podrían reagruparse hasta formar una laguna. Nadie se extrañe si en uno de tales aparcamientos subterráneos y subacuáticos aparece Caronte en la garita a cobrar el peaje para la última travesía.

La obra de faraón

Expoliada la superficie urbana por la insaciable especulación inmobiliaria, alguien ha visto emerger un nuevo filón en el subsuelo, millones y millones de metros cúbicos de tierra improductiva desocupados, a tanto el metro cuadrado de plaza de garaje, igual a saneadísimo negocio y aún más si el espacio sobrante puede adecentarse como centro comercial. No hay solar a salvo de las zarpas de los topos municipales, y desde un tiempo a esta parte parece que le han echado el ojo a la plaza de Oriente, donde se proyecta un aparcamiento monumental. Es imprescindible, claman los defensores de la obra, retirar de la vista los antiestéticos autobuses de los turistas. Pero un problema que se presenta muy a menudo a los enterradores es lo que pueden desenterrar en su excavación: cadáveres del pasado, restos arqueológicos, gloriosas antiguallas. Grave inconveniente; con Franco se horadaba mejor y si había que echarle siete toneladas de cemento al sepulcro del Cid para construir un bloque de edificios, pues se le echaban y santas pascuas. Ahora, sin embargo, levantas un baldosín en la vía pública y ya tienes a un enteradillo diciéndote que estás a punto de profanar una necrópolis cartaginesa o un lienzo árabe. Los arqueólogos se han convertido en una pesadilla.

El faraónico proyecto del arquitecto Miguel de Oriol e Ybarra tiene sus defensores en el Ayuntamiento de Madrid y en el diario Abc, que ha emprendido una ardorosa y profusa cruzada a favor de una obra que ofrece la peatonalización de la plaza de Oriente y la creación de una zona de respeto para el palacio Real, además de 1.000 plazas de aparcamiento, una estación para 60 autobuses, accesos al palacio y al teatro Real, y para que nada falte, cafeterías y comercios.

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La lectura del plan ha puesto los pelos de punta a muchos arqueólogos y urbanistas, gente de opiniones frívolas, según el arquitecto Oriol, que afirma que bajo la plaza de Oriente sólo existen restos que fueron analizados en su momento y considerados de nulo valor arquitectónico, como los cimientos del convento de Santa Catalina, la Casa del Tesoro y la Biblioteca Real. Pero los frívolos arqueólogos no están de acuerdo con Oriol: en la plaza de Oriente, dicen, hay constancia de restos arqueológicos de gran interés de la época islámica del siglo IX y claros indicios de restos paleolíticos y de la Edad del Bronce. Otra vez la muralla árabe, que se empeña en resurgir a pesar de las atrocidades que han hecho con ella.

Los gritos de los enteradillos, que han llegado a decir que podrían correr peligro los cimientos del palacio Real, han forzado un aplazamiento del plan, y las denuncias de los profesionales han obligado a los mentores del proyecto a transigir parcialmente en el tema de las excavaciones arqueológicas. Si aparecen restos de la muralla árabe habrá que modificar el plan, dice el concejal Villoría, responsable de obras del Ayuntamiento, concejal reincidente desde aquellos tiempos en los que se construía y destruía sin tantos escrúpulos artísticos.

Muralla en la cafetería

Si aparecen restos de la famosa y molestísima muralla, habrán de conservarse in situ, quizá formando parte del decorado de la cafetería o de la boutique. No hay nada prehistórico, nada islámico que no pueda englobar tan magno y acogedor proyecto, salvo los árboles y los jardines, talados y segados para siempre, bagatela nostálgica sin interés arqueológico que ni siquiera los conservadores quieren conservar; ayuntamientos conservadores, arquitectos conservadores, diarios conservadores que sacrifican sus valores en aras del progreso inmobiliario. Pragmáticos y eclécticos, dispuestos a conciliar un palacio borbónico con una muralla islámica, gentes que no dudarían en colocar la estatua ecuestre de don Felipe IV coronando su pastel subterráneo, el penúltimo de los Austrias con el brazo extendido señalando la entrada del noble centro histórico-comercial-urbanístico a legiones de turistas despistados. Así es el diseño, lo útil se conjuga con lo bello, el pasado con el futuro y el tocino y la velocidad se funden en fraternal abrazo.

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