Tribuna:

¿Un catolicismo loco?

Sostenía el católico Chesterton -el más inteligente pensador de este siglo, según el ateo Bloch- que el loco era un racionalista a ultranza. Y creo que tenía motivo para decirlo. Por el contrario, los cuerdos hemos sido acostumbrados a usar demasiado poco de la razón. Eso es lo que ha ocurrido con el cuerdo e infantilizador catolicismo que nos han enseñado en España. Teníamos que ser sumisos, poniendo en primer término la obediencia ciega; llegando a convertirnos en engranajes de segunda categoría, movidos por un poderoso poder central localizado en Roma y con tentáculos por todo el mun...

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Sostenía el católico Chesterton -el más inteligente pensador de este siglo, según el ateo Bloch- que el loco era un racionalista a ultranza. Y creo que tenía motivo para decirlo. Por el contrario, los cuerdos hemos sido acostumbrados a usar demasiado poco de la razón. Eso es lo que ha ocurrido con el cuerdo e infantilizador catolicismo que nos han enseñado en España. Teníamos que ser sumisos, poniendo en primer término la obediencia ciega; llegando a convertirnos en engranajes de segunda categoría, movidos por un poderoso poder central localizado en Roma y con tentáculos por todo el mundo; con una fe abstracta en una serie de infantiles jeroglíficos religiosos; amenazados constantemente por las penas eternas de un pavoroso infierno, y educados por medio de una pastoral del miedo y con una ética que oscilaba entre el evasionismo del mundo y la moral materialista y acomodaticia de los casuistas, que se solía atribuir a los jesuitas.Yo, por eso, como hombre religioso que reconozco ser un poco sui géneris, he decidido inspirarme en un extravagante santo, que no caía en ese catolicismo cuerdo, al que llamaron san Simeón el Loco.

Para mí, el catolicismo no es más que lo que dijeron los primeros cristianos, como san Pablo, que a pesar de su misoginia era el fautor de un concepto universal del cristianismo, a diferencia de los cortos judíos que fueron los primeros seguidores de Jesús, como el miedoso Pedro o el legalista Santiago. Pablo, en su carta a los de Efeso, propugna una Iglesia cósmica de gran abertura, porque en ella caben lo mismo judíos que gentiles (W. Beinert).

Por eso, desde el, principio, a esa Iglesia se le llamó universal (que eso quiere decir católica). Y un santo catalán, con su amplitud mediterránea, san Paciano de Barcelona (siglo IV), sostiene: "Mi nombre es cristiano, y mi apellido, católico". El nuestro tendría que ser un cristianismo universal, cosa que muchas veces no lo fue; y menos ahora, que es época de tímidos ecumenismos. Debería ser abierto -dentro de sus filas- a toda cultura, raza, condición social o persona.

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Lo malo es cuando el Dictatus Papae de Gregorio VII (siglo XI) identifica esa universalidad con la estrechez romana y excluye a los que no están en ella, como había sostenido ya san Cipriano (que inventa en el siglo III el dicho "fuera de la Iglesia no hay salvación", a pesar de su enfrentamiento con Roma).

Pero no siempre se mantiene eso tan cerrado, porque ya san Agustín observaba: "¡Cuántas ovejas hay fuera y cuántos lobos dentro!"; y san Gregorio de Nacianzo enseñaba: "Hay muchos cristianos que no podemos considerar como de los nuestros; por el contrario, muchos extraños son de los nuestros, sólo les falta el nombre, porque ya tienen la realidad". No hay más herejes que "los herejes del género humano", es decir, los malos.

Si los mal llamados Reyes Católicos impusieron la Inquisición, fue contra nuestra Edad Media, en la que nos habíamos resistido a ella, porque nuestros reyes se llamaban entonces "reyes de las tres religiones" (Menéndez Pidal); y la tradición medieval española afirmó, con Alfonso X el Sabio en sus Cantigas, que a cristianos, moros y judíos los salvarán "sus intenciones". Y Raimón Llull pinta a los hombres de los diferentes credos dialogando cortésmente, en vez de luchar cruentamente. Ya que bajo los diferentes ritos de cualquier religión "no hay verdaderamente más que una religión" (cardenal de Cusa).

Un Papa, Clemente XI, condenó con toda solemnidad dogmática a aquellos que sostuvieran que la gracia de Dios no se daba fuera de la Iglesia, y por tanto, afirmó este Papa que la salvación y la santidad nunca eran exclusiva suya, sino que estaban abiertas las posibilidades a todo hombre de buena voluntad. Y otro pontífice, Juan XXIII, condenó solemnemente al inventor de la infalibilidad pontificia, el franciscano Pedro Olivi, y que el Papa la consideró como "obra del diablo, padre de la mentira" (J. B. Bauer). Por eso la camisa de fuerza del derecho canónico que se nos pone a los fieles es, según el teólogo y canonista español seglar Jaime Torrubiano, "el mayor y más hábil monumento levantado al poder personal, y por tanto, a la tiranía". De ahí que resulte un monumento de hipocresía en manos del clero, pues, como decía Juan XXIII, "es una montaña imponente que siempre encuentra [se entiende que el clero] un pequeño túnel para pasar por debajo de ella".

Ésta es la razón por la que prefiero a aquellos pensadores o santos que dicen locuras para el conformismo eclesiástico exigido por sus severos catones, los cuales todo lo reducen a una obediencia ciega de nuestro juicio, como si fuésemos cadáveres; y no consienten una "obediencia inteligente", como interpretaba el jesuita arzobispo de Bombay monseñor Roberts la doctrina de su mentor san Ignacio.

Y prefiero a las descripciones infernales de santa Teresa de Jesús las universalmente salvadoras de la tan mal conocida santa Teresa del Niño Jesús, cuando le hace decir a éste que "todas las almas obtendrán perdón" (tesis esperanzadora sostenida por toda la teología oriental).

La moral cristiana no ha descubierto nuevos contenidos y normas, separando de este modo a los cristianos de los demás y poniéndonos por encima de ellos, sino que asume solamente la moral del mundo clásico, basada en la razón natural (C. H. Dodd); y lo hace, exista o no Dios, como la interpretó el jesuita Vázquez ya en el siglo XVI (Fernández Galiano). Si bien, eso sí, da el Evangelio al cristiano una inspiración religiosa a sus actos (Schillebeecks, O. P.). Y ojalá volviéramos al dicho medieval "en caso de extrema necesidad, todas las cosas son comunes", aplicándolo a individuos, grupos y países.

Para mí, la religión "es cosa de experiencia más que de ciencia", como decía nuestro clásico Juan de Valdés; pero sin dejar jamás de pasar la experiencia por el escalpelo de mi razón, como me enseñó santo Tomás de Aquino, aconsejándome que me expusiera a la excomunión antes que ir contra mi conciencia (in I V Sent.).

Me encanta, y anima mis ideas críticas, el fraile dominico Savonarola, que fue quemado por sus ataques furibundos a Alejandro VI y, sin embargo, fue incluido en el catálogo de santos que confeccionó el papa Benedicto XIV. O santa Teresa de Jesús, que no tenía empacho alguno en poner motes con desparpajo a los carmelitas calzados, sus enemigos, a quienes tildaba de "lobos"; a los inquisidores los llamaba "aves nocturnas"; a los jesuitas, "Ios cuervos"; a su compañera María de San José, Ia raposa"; al severo padre Fernández, "el Padre Eterno", y al nuncio, "Matusalén".

Ya sé que hay varios catolicismos, pero el único que me convence es éste: el de la locura del exceso de la razón por encima de todo.

E. Miret Magdalena es teólogo.

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