Tribuna:

Europa en invierno

Sobre la vieja Europa, originaria matriz etnocéntrica del imperio occidental sobre el planeta humano, comienza a soplar uno de los más fríos inviernos políticos de su penúltima historia contemporánea. Masivas migraciones humanas de espaldas heladas avanzan desde el disuelto bloque comunista hasta el inexorable espejismo-tabla de salvación que representa para esas desoladas gentes la gloriosa riqueza y libertad de la Europa comunitaria.Prosigue la implosiva desintegración de la imperial Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas: la novísima Comunidad de Estados Independientes (protocolo...

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Sobre la vieja Europa, originaria matriz etnocéntrica del imperio occidental sobre el planeta humano, comienza a soplar uno de los más fríos inviernos políticos de su penúltima historia contemporánea. Masivas migraciones humanas de espaldas heladas avanzan desde el disuelto bloque comunista hasta el inexorable espejismo-tabla de salvación que representa para esas desoladas gentes la gloriosa riqueza y libertad de la Europa comunitaria.Prosigue la implosiva desintegración de la imperial Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas: la novísima Comunidad de Estados Independientes (protocolo de Minsk ratificado en Almá Atá por las 11 repúblicas) negocia ahora mismo con Estados Unidos su posible control del viejo armamento nuclear soviético a cambio de alimentos y recursos económicos para enfrentar las fatales hambrunas con que este invierno amenaza a sus desmoralizadas poblaciones. ¿Qué decir d la siniestra guerra civil entre croatas y serbios? Frente a la hasta ahora pacífica implosión de la URSS, la violencia implosión-explosión de la Yugoslavia de Tito; en el agujero negro de aquel extinto Estado nacional, la reiteración atroz del círculo de la venganza que allí presidió la II Guerra Mundial: genocidio inicial de serbios a cargo de los croatas partidarios del III Reich; genocidio inmediatamente posterior de croatas a cargo de los serbios partidarios de los victoriosos aliados. Hacia las fronteras orientales de la prosperidad europea, la generalizada implosión política del socialismo real arrasa penúltimos límites y vínculos políticos que hasta aquí arraigaron-encuadraron-encadenaron esas masas humanas que ahora se disparan en estampidas migratorias.

¿Cómo pensar la inmediata y sucesiva existencia social de esos 20 millones de alemanes orientales que ahora mismo incluye-engulle la República Federal? La reunificación liquida sus últimas conexiones comunales con su país de origen, sometido a un descomunal proceso de desamortización-privatización (I. Sotelo). Imposibles ciudadanos bajo la espectral férula DDR (estalinismo ostpreusisch), ¿cuántos de todos ellos llegarán a alcanzar los mínimos hábitos y cualificaciones profesionales -radicalmente otros que los originariamente aprendidos- exigidos por la ascendente complejidad tecnológica del mercado libre occidental? Un académico me habló de cinco millones de gastarbeiter (trabajadores huéspedes, extranjeros, extraños); otro, de más de siete millones. Reconvertir esa enorme masa de súbditos desplazados por su novísima liberación en ciudadanos propiamente libres es el tremendo reto de la democracia en la República Federal de Alemania. Junto a la portada central de la catedral de Colonia, una exposición de miles de hojas con escritos y dibujos conjura la ascendente oleada de xenofobia. La vieja ciudad del Rin muestra su civilizatoria diferencia frente a los brotes de racismo y miseria neonazi que agita las grandes urbes y los territorios lumpen de aquel poderoso país. Alguien me dijo que la espectacular subida de esa siniestra movida política se debía al notable contingente de alemanes orientales incorporados a sus airadas filas.

Analistas del próximo milenio compararán concienzudamente la reiteración sobre nuestro tiempo europeo de un ciclo de oleadas migratorias continentales e intercontinentales que, en su hipotética intensidad, sólo admite comparación con aquellas que recordamos bajo el estereotipo de invasiones bárbaras, asediando primero y arrasando después el opulento y decadente Imperio Romano. Hacia los años treinta de nuestro siglo, J. Schumpeter escribió un famoso ensayo sobre la estratificación de la sociedad europea: Clases sociales en un medio étnicamente homogéneo. A partir de ahora, la vieja estratificación social europea, basada en un proceso de homogeneización-diferenciación etnocultural de casi 2.000 años, se aproxima en sus más altos y bajos perfiles al de la república imperial americana. El equilibrio etológico interno de la estratificación clasista, que cumple los imperativos económico-políticos de libertad e igualdad propios de la democracia contemporánea, reposa sobre la reduplicación etnocultural de tales diferencias en un complejo sistema latente de castas inmigrantes que enfrenta y preserva la pluralidad de subculturas étnicas reunidas bajo el común sueño americano. Conocemos también, por lo demás, la tremenda eficacia civilizatoria de la democracia industrial de masas en el Nuevo Mundo: nos tocará en el viejo afrontar, soportar y resolver los tremendos retos colectivos de su renovada implantación europea, a partir de la caótica intensidad política de las grandes conurbaciones, centralizando regionalmente el viejo territorio de los países del mercado único.

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Hace ya muchos años que Londres, París, Francfort -y tantas otras megápolis europeas- se fueron aproximando a ese novísimo modelo de melting pot. En la Europa sobreurbanizada se generaliza y acelera esa tendencia hacia un renovado mestizaje-segregación etnocultural de las distintas clases y castas de gentes que componen el complejo tejido étnico y social de nuestra avanzada democracia industrial de masas. Recordar aquí los ocho millones de musulmanes que habitan ya el Reino Unido, los seis millones que pueblan Francia y todas las otras castas de inmigrantes que se acumulan en estos dos países (y en el resto de Europa). Proseguirá el trasvase migratorio desde el islam y África hacia el esplendor urbano europeo; se multiplicarán los movimientos migratorios de los espaldas heladas, reiterando sobre el espacio comunitario el interminable éxodo de los espaldas mojadas del sur de río Grande. Estados Unidos ha iniciado ya la inclusión de Canadá y México en un mercado único. ¿Cómo y cuándo será esto posible desde Londres y Lisboa hasta Moscú? ¿Cuántos años, cuántos decenios costará una mínima reconversión económico-política de la Europa oriental a los mecanismos del mercado propios de la democracia industrial de masas en la Europa occidental?

La maquinación tecnotrónica de la actualidad planetaria parece ser, ahora mismo, la novísima forma cuántica en que el planeta occidental resuelve su vieja pasión moderna de historia universal. En ese sentido, los europeos habitamos el fin de aquella historia, originalmente concebida e interpretada en términos rigurosamente etnocéntricos, eurocéntricos, simbólicamente coherentes con el propio despliegue del sistema europeo de los Estados nacionales colonizando imperialmente el resto del planeta. Configurando así aquello que, desde la economía política, conocemos como mercado mundial: resultado final, tecnosemiótico, de los 500 años de mundializada historia universal europea que ya cuelga a nuestras espaldas.

Sabemos -o debiésemos saber- la expansiva matriz eu-

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Carlos Moya es catedrático de Sociología de la UNED.

Europa en invierno

Viene de la página anteriorroamericana dominando progresivamente los dos últimos siglos de historia occidental. La independencia americana, iniciando el ciclo contemporáneo de la democracia, señala también el despegue norteamericano como potencia histórica ascendente frente al viejo mundo europeo. Progresivo receptor y traductor de los grandes inventos del nuevo: desde la bombilla eléctrica y la democracia liberal hasta la televisión y el avanzado repertorio tecnopolítico de la democracia industrial de masas, garantizando hasta aquí la gran tradición fundamental de la Constitución americana.

Entendamos de una vez el pensamiento hegeliano marxista de la historia universal como la reactiva figura eurocéntrica correspondiente a esa trágica retraducción europea de la democracia en América que va desde la Revolución Francesa hasta la revolución rusa, desde el terror jacobino y la cruzada imperial napoleónica hasta el horror total de las dos guerras mundiales de nuestro ferocísimo siglo, disparando el horror totalitario del comunismo soviético y de las particulares formas de regimentación nacional estatal que ya fueron los fascismos europeos. Sin mayor apuro, podríamos reconocer en esa trágica historia la secuencia apocalíptica, final, del agonístico imperio mundial de las naciones-Estado europeas.

Todos conocemos o podemos informarnos sobre la reconstrucción de ese viejo sistema político europeo tras la paz de Yalta. La película Europa, de Lars von Trier, ofrece al público cinéfilo notables imágenes del despegue histórico de ese proceso de reconstrucción-modernización nacional-estatal en su más trágico escenario: Alemania, 1945. Sobre los dos lados -occidental y oriental- del telón de Yalta, instaurando el esquizoide binomio imperial EE UU-URSS, iba a regir, en una u otra forma, el principio de soberanía nacional limitada. En el límite de tal figura de soberanía, el telepánico nuclear, la carrera de armamentos, la rivalidad tecnocientífica, el enfrentamiento ideológico entre las dos superpotencias y sus respectivos bloques. Protegiendo a sus respectivos socios estatal-nacionales de los demonios exteriores de la guerra y de los riesgos internos de crisis revolucionaria. Tutelado, sostenido y reforzado internacionalmente por el equilibrio del terror, se iba a reconstruir el nuevo sistema europeo de Estados nacionales, reconvertido ahora en soberano gestor de la progresiva reconstrucción económica y política de sus respectivos países y vinculantes acuerdos internacionales: la contraposición del Mercado Común occidental con el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) se montaría sobre la originaria contraposición militar entre la Alianza Atlántica y el Pacto de Varsovia.

Toda esa renovada arquitectura estatal nacional de la Europa surgida de Yalta entra en implosión con la sincronizada aceleración de la desintegración del imperio soviético y los acuerdos-desacuerdos en torno a la Unión Europea de sus comunitarios socios: los Gobiernos nacional-estatales de los distintos países que integran la Europa comunitaria. Entre el ocaso del Viejo Mundo y la incierta aurora del Nuevo, la Unión Europea se nos presenta como un proceso irreversible. Tanta mayor paciencia y tacto político, a escala nacional y local y a escala europea, será precisa en sus máximos intérpretes oficiales. La reconversión comunitaria de los viejos aparatos nacional-estatales podría ser la afrontada implosión del modelo newtoniano-hobbesiano de nación-Estado en una figura poseinsteniana de Estados Unidos de Europa. Relativamente desmilitarizada gracias a la propia remodelación estratégica de la OTAN, protegiendo la industriosa seguridad y orden civil de los países comunitarios frente a la implosiva congelación oriental del mundo soviético y la elevada temperatura del mundo islámico.

"Europa ha empequeñecido. No es más que un fragmento de Occidente, mientras que hace cuatro siglos Occidente no era más que un fragmento de Europa. Ya no está en el centro del mundo" (E. Morin). Habrá que abandonar penúltimas fantasías de potencia mundial para enfrentar sobriamente los multiplicados retos del presente: a escala local, nacional, regional, continental, planetaria. Complejas conexiones internas recorren todos esos escenarios, desbordando con harta frecuencia los estereotipos mentales establecidos. Me referí a ello al aventurar la metáfora de una posible articulación poseinsteniana para una renovada Europa. ¿No estamos entrando en ella con la propia implosión del mundo hobbesiano-newtoniano regido por la soberanía absoluta de la nación-Estado? ¿No hay una decisiva sincronicidad entre esta acelerada metamorfosis política y la eclosión actual de nuevos paradigmas epistemológicos- sobre las ruinas del fundamentalismo científico que hacía furor hace 20 años?

En los barrios bajos de Metrópolis, en sus algaradas y razias a la caza de chivos expiatorios donde proyectar su propia miseria humana, se prefiguran ya algunos de los más dramáticos argumentos de la emergente Europa. Viejos y renovados fantasmas sobrevolando la inmediatez del milenio: flujos y pulsiones transnacionales, planetarios, agitando por doquier pasiones tribales a contrapelo de toda abstracta ilusión de progreso.

Imágenes locales y regionales, más o menos plausibles, de un emergente planeta humano cuya vertiginosa mundialización tecnopolítica parece apuntar hacia alguna figura de Estado universal, anticipada en argumentaciones como las de Malinowski, Kojève, Jünger, al filo de la II Guerra Mundial. Hacia ello apuntan, vertiginosamente, los acontecimientos desencadenados hasta aquí desde la perestroika rusa y la guerra del Golfo. Todo un agotado ciclo de guerras civiles mundiales camina, quizá, en esa dirección. "El paso del fuego terrestre salvaje al fuego domesticado supone la existencia de un Estado universal... Accediendo a su máxima magnitud final, el Estado no simplemente adquiere su extensión máxima, sino una nueva calidad. Cesa de ser Estado en el sentido histórico del término" (Jünger, El Estado universal).

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