Editorial:

Huida hacia atrás

CON EL sargento y el brigada asesinados ayer en Barcelona son cinco las víctimas mortales de ETA desde que nació el año. Alguien convenció a los jefes de esa banda &e que el Gobierno y la sociedad españoles no podrían soportar llegar a este 1992, de tanta proyección exterior, sin haber resuelto antes el problema terrorista. Por tanto, concluyeron, se verán obligados a negociar. Lo mismo dijeron a mediados de los ochenta en relación con el ingreso en la Comunidad Europea. ETA necesita dotarse de ese tipo de expectativas temporales para convencer a sus seguidores -y especialmente al medio millar...

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CON EL sargento y el brigada asesinados ayer en Barcelona son cinco las víctimas mortales de ETA desde que nació el año. Alguien convenció a los jefes de esa banda &e que el Gobierno y la sociedad españoles no podrían soportar llegar a este 1992, de tanta proyección exterior, sin haber resuelto antes el problema terrorista. Por tanto, concluyeron, se verán obligados a negociar. Lo mismo dijeron a mediados de los ochenta en relación con el ingreso en la Comunidad Europea. ETA necesita dotarse de ese tipo de expectativas temporales para convencer a sus seguidores -y especialmente al medio millar de activistas encarcelados- de que un nuevo esfuerzo es imprescindible; también para intentar dar algún sentido a un discurso que se ha quedado vacío.Desde esa expectativa de vísperas de algo trascendental plantearon los jefes terroristas la intensificación de sus atentados en 1991. El resultado: 45 personas asesinadas, tantas como entre los dos años anteriores. De esas víctimas, casi la mitad, 19, fueron civiles, cuya muerte fue calificada de accidental por los asesinos. Una parte significativa de ellas fueron niños. Pero ninguna de esas muertes fue inexplicable, o más inexplicable que otras. Todas servían al mismo designió: que nadie se sintiera fuera de peligro.

En la entrevista que concedió el mes pasado al diario Egin, el encapuchado de guardia decía que la banda lamentaba profundamente tales muertes y que en adelante se esforzarían en evitar "consecuencias no deseadas" de sus acciones. Ahora matan adultos: chóferes de la policía, sargentos de una banda militar o catedráticos de Derecho Mercantil. Pero intentar atribuir a esas muertes un sentido singular, algún significado diferente al de conseguir que toda la población se sienta amenazada, es empeño inútil: se mata para negociar, pero el único objetivo de esa negociación sería demostrar que matar estaba justificado.

Es falso que para asesinar se necesite una elaborada información, medios avanzados, el apoyo tácito de la población. Por supuesto que hay que intentar dificultar sus criminales intenciones con medidas de seguridad y autoprotección. Pero matar es demasiado fácil cuando las víctimas potenciales comprenden prácticamente a toda la población y los victimarios carecen de escrúpulos. Reacciones como la de plantear un ultimátum a Francia por su escasa colaboración o desplazar la responsabilidad de los crímenes a eventuales fallos de las medidas de seguridad contribuyen poco a acabar con el terrorismo y pueden, por el contrario, favorecer su estrategia de la desestabilización: esa cuyo punto culminante sería la reclamación por parte de sectores de la población de medidas drásticas: acabar con ellos como sea, o, simétricamente, aceptar sus exigencias. En ambos casos, el resultado sería el mismo: un estímulo para seguir matando.

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Porque es lo único que saben hacer, porque su capacidad de reflexión tiende a cero, porque cualquier relación entre sus actuaciones y las motivaciones esgrimidas es desde hace años puramente imaginaria; porque lo suyo ni siquiera es ya una huida hacia adelante: corren hacia atrás; al encuentro de la barbarie.

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