Editorial:

El patio socialista

EL PSOE ha cambiado largamente en la última década, pero apenas ha explicado esos cambios. Si sólo la práctica es capaz de refutar o confirmar una determinada teoría, los resultados constituyen la mejor justificación de la evolución seguida desde 1982. Los resultados desde la perspectiva del propio PSOE han sido el mantenimiento de la mayoría durante otras dos legislaturas, y desde la perspectiva de la, sociedad, el alejamiento del riesgo involucionista, la integración en Europa y un crecimiento económico superior a la media del entorno. Puede considerarse poco si se compara con las expectativ...

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EL PSOE ha cambiado largamente en la última década, pero apenas ha explicado esos cambios. Si sólo la práctica es capaz de refutar o confirmar una determinada teoría, los resultados constituyen la mejor justificación de la evolución seguida desde 1982. Los resultados desde la perspectiva del propio PSOE han sido el mantenimiento de la mayoría durante otras dos legislaturas, y desde la perspectiva de la, sociedad, el alejamiento del riesgo involucionista, la integración en Europa y un crecimiento económico superior a la media del entorno. Puede considerarse poco si se compara con las expectativas de 1982, pero es mucho si la analogía se establece con experiencias anteriores: por ejemplo, con la de los socialistas franceses, obligados a rectificar tras el fracaso del programa genuinamente socialista del Gobierno de Mauroy.En ese sentido, erraron por partida doble los sectores críticos del PSOE que, tras haber apostado por una estrategia de la unidad de las izquierdas como vía más probable de acceso al Gobierno, defendieron, una vez en él, una política a la francesa. E incluso es posible que, si el derrumbe del comunismo ha afectado menos a la izquierda española que a la de otros países, sea a causa de ese pragmatismo de los socialistas. Sin embargo, en ausencia de un debate que justificase renuncias como la del marxismo y otras, posibilitando una nueva referencia doctrinal, el liderazgo se convirtió en el principal factor de cohesión interna. Un liderazgo ejercido por González y avalado por Guerra, de modo que fuera este último quien legitimase ante la militancia, depositaria de la cultura socialista tradicional, los sucesivos giros del primero hacia posiciones mas pragmáticas (y revisionistas respecto a esa cultura). El temor a rupturas internas más la inercia propia de todo colectivo en ascenso fueron factores que influyeron en el aplazamiento del debate llamado a restituir sus derechos a la teoría: los sucesivos congresos fueron otras tantas pruebas de la incapacidad de los socialistas para superar esa escisión entre una teoría tradicional y una política cada vez más autónoma respecto a ella.

Los movimientos que se están produciendo en el PSOE son, seguramente, consecuencia de la ruptura de ese modelo tras la salida de Guerra del Gobierno. El antiguo avalista parece querer convertirse ahora en cabeza de uno de los sectores en liza. Y la forma de afirmar su singularidad es la de erigirse, desde la fortaleza del partido, en defensor de la tradición genuinamente socialista frente a las acechanzas exteriores; especialmente, frente a los intentos de los tecnócratas, simbolizados por Solchaga, de imponer un rumbo liberal a la política del Gobierno. Algunas de las reacciones producidas estos días -Morán, Borrell, Barrionuevo, entre otros- obedecen, probablemente, al deseo de muchos sectores socialistas de no quedar atrapados en el dilema, al que se consideran ajenos, entre Guerra y Solchaga. Esos sectores consideran que nada favorece tanto el continuismo del aparato como la idea de que la única alternativa al guerrismo es la representada por Solchaga. Y viceversa.

Desde el guerrismo se ha sostenido que el socialliberalismo se sitúa extramuros del proyecto socialista. Sin embargo, sin ese componente dificilínente habría mantenido el PSOE su supremacía con posterioridad a 1986. Su misión específica fue la de desplegar una política económica que, además de eliminar incertidumbres y tranquilizar al empresariado en los primeros momentos, fuese capaz de garantizar las tasas de crecimiento necesarias para impulsar, sin riesgos, determinadas políticas redistributivas. El guerrismo carece de política alternativa en ese terreno, aunque pueda tenerla en otros. Pero también es cierto, que sin el respaldo del aparato en los momentos clave, Solchaga no habría podido sostener su política frente a la oposición frontal de los sindicatos y otros sectores sociales. Esa relación de rechazo y mutua dependencia entre ambos extremos ha producido un equilibrio inestable.

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Si se mantuvo durante años fue porque unos y otros reconocían la autoridad de González como árbitro inapelable. El problema es que, desde la salida de Guerra del Ejecutivo -por las consecuencias del enriquecimiento de su hermano Juan, prevaliéndose de su condición de pariente y hombre de confianza en Sevilla del éntonces vicepresidente de Gobierno; no por sus posiciones de izquierda-, el árbitro se expone a dejar de serlo al verse forzado, para equilibrar, a poner todo su peso en el otro platillo. Pero si la adhesión al líder no garantiza ya la cohesión interna, el debate pendiente no sólo es deseable, sino inevitable. Un debate que ponga de acuerdo la teoría en nombre de la cual actúa el PSOE con aquello que efectiva mente hace.

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