Tribuna:

En busca del díscurso perdido

El autor considera que el socialismo nacional anda a la busca de ideas lo que califica de "sorprendente", primero, porque la historia del socialismo rebosa ya de ideas y prácticas teóricas por todas partes: no es eso, precisamente, lo que más falta le hace. Pero sorprendente, ante todo, porque el buscar ideas es una actitud bien poco fiel a lo mejor de su propia tradición marxista.

Según dicha tradición marxista, en efecto, las ideas no son algo que exista allí, en el cielo, sino que responden a una infraestructura de relaciones de producción, intereses, etcétera. Y como resulta, además...

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El autor considera que el socialismo nacional anda a la busca de ideas lo que califica de "sorprendente", primero, porque la historia del socialismo rebosa ya de ideas y prácticas teóricas por todas partes: no es eso, precisamente, lo que más falta le hace. Pero sorprendente, ante todo, porque el buscar ideas es una actitud bien poco fiel a lo mejor de su propia tradición marxista.

Según dicha tradición marxista, en efecto, las ideas no son algo que exista allí, en el cielo, sino que responden a una infraestructura de relaciones de producción, intereses, etcétera. Y como resulta, además, que lo característico de la ideología es "Ia falta de transparencia para el propio sujeto de sus causas", más que buscar esas ideas que se nos piden convendrá, sin duda, reflexionar sobre lo que significa para el socialismo el hecho mismo de que las busque. Al fin y al cabo, un socialista no puede ignorar que se piensa según se está estructurado.Cierto que podemos seguir rizando el rizo y ver lo que responde. Micromega al comentario de Lafontaine sobre un texto de Morin en el que criticaba un editorial de Daniel donde, se hacía la exégesis a un comentario de Gorz a propósito de la interpretación que da Dahrendorf a la supuesta crisis del modelo sueco de la sociedad de bienestar, etcétera, etcétera. Y continuar así un discurso sazonado con referencias canónicas a Habermas o a Rawls, según se sea más socialdemócrata o más demócrata social. Pero el peligro es que todo eso vaya transformándose en una escolástica con más capacidad de exégesis que de anticipación, y sin duda mucho menos rigurosa y vigorosa que la tardoescolástica tradicional de Suárez, Soto o Báñez. Un discurso que no busque tanto el sentido de lo que hay que hacer, sino un sentido para lo que ya se hace. Al Fin y al cabo, el Estado o la ejecutiva tienen ya los objetivos; sólo faltan ahora los motivos, el marco teórico, el proyecto progresista en que inscribirlos.

Y es lógico que sea así. Es lógico que dentro de un partido ahíto de práctica, cargado de responsabilidades y con más puestos que ideas a repartir, surja una nueva sed de teoría. Como el nuevo rico siente la necesidad de comprarse un pasado familiar, así el antiguo ideólogo de la praxis convertido al pragmatismo siente ahora la necesidad de comprarse un futuro teórico. Una necesidad que es, pues, ante todo, un síntoma, y que tratará de explicar con una fábula en seis etapas.

1. Pongamos por caso un partido socialista que pocos meses antes de ganar las elecciones decide que, para asegurar la mayoría absoluta, ha de presentarse como el partido nacional por antonomasia, dispuesto a vertebrar y modernizar a España desde el Estado. Con ello, al cabo no haría sino retomar un estilo de modernización emanatista que tiene en España muchos y honrosos precedentes: desde los Reyes Católicos creando la nación española sobre las cenizas de su sociedad civil judíos fuera, comuneros muertos, alcaldes corregidos, nobleza burocratizada, etcétera-, pasando por la ilustración y el regeneracionismo, hasta la moderna formulación de la Castilla imperativa (Castro) o vertebradora (Ortega).

2. El recurso habría sido todo un éxito, pero el continuar esta tradición secular tendría también un resultado tan lógico como perverso: el partido ganaría en las áreas,del país menos estructuradas, pero no conseguiría el poder en las más industrializadas y con una sociedad civil menos proclive a dejarse vertebrar. Un hecho que no podría dejar de tener efectos patológicos sobre el propio socialismo y su talante. No, no se gana en unos sitios o en otros impunemente.

3. Allí donde habría ganado, sin duda, el partido socialista podría cumplir la aspiración a ser más que un partido -a ser un entero-, por así decir... Allí podría desarrollar cumplidamente su vocación deductiva y regeneradora mediante un tejido de gobernadores, alcaldes, casas del pueblo, etcétera. Ahí podría cumplir su designio no ya de vertebrar, sino incluso de animar a España; de constituir el Estado no ya en el cuerpo, sino en el alma misma de la nación. "Pero, ¿y el resto?", se preguntaría quizá alguien, "¿y las otras naciones?". "Eso para las burguesías nacionales", responderían, "con las que siempre se puede acabar pactando".

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4. Esta situación favorecería a su vez el contraste entre una práctica política flexible y rigurosa, por un lado, y, por otro, una práctica partidaria clientelista, atenta al mando, donde lo que de veras cuenta -como en toda familia- es la fidelidad hacia arriba y la benevolencia hacia abajo. Ni que decir tiene que esta tendencia se vería reforzada por una ley electoral de listas cerradas, capaz en el límite de transformar las mismísimas virtudes de la transición en vicios de la democracia.

Opción partidaria

5. Y es entonces, precisamente, cuando aquella estructura partidaria buscaría la cobertura de una ideología más -radical y empezaría a promocionar ideas mil, programas dos mil. Pero a estas alturas todos los socialismos del futuro no bastarían ya para vestir un presente donde el talante corporativo habría precipitado incluso el lenguaje. Un lenguaje donde la gente sale o no en la foto y eventualmente le llega su san Martín.

Aquí termina la fábula. Sólo quisiera añadir una cosa. Los motivos para haberse hecho socialista pueden ser diversos -envidia o piedad, generosidad o resentimiento, etcétera- y seguramente todos son igualmente legítimos. Se reconocerá, pues, que uno de tales motivos puede ser la alergia a estas actitudes y a este lenguaje caciquil -el deseo de no oír hablar nunca más así-. Comprendo, claro está, que algunos consideren ésta una motivación elitista y objetivamente reaccionaria, más preocupada por las formas que por los contenidos. De ahí mi intento de mostrar que estas formas y este lenguaje no son en ningún caso un fenómeno casual, aleatorio o superficial, sino, para decirlo en la jerga tribal, "la fiel traducción superestructural -y sobredeterminante- de una estructura organizativa". O, para decirlo en cristiano, la consecuencia lógica y necesaria de una determinada opción partidaria.

Claro está que esta fábula no resume todos los motivos que pueden dar que pensar al socialismo nacional. Existen también los retos objetivos, exteriores, entre los que se cuentan el fracaso de un socialismo real al que no puede seguir oponiéndose un vago y democrático socialismo ideal. Al fin y al cabo, la feliz descomposición de lo que pretendía representar a la vez el análisis científico, la respuesta moral y la superación histórica de todos los males y problemas sociales no ha supuesto, ni mucho menos, la disolución de estos problemas mismos. Cierto que algunos males y problemas endémicos han sido superados en Occidente hasta poner en crisis la esquemática distinción marxista entre explotador y sujeto histórico de la liberación. Pero no es menos cierto que otros males e injusticias tradicionales se han agravado hasta hacerse más simples y rotundos: la distinción entre Norte y Sur, integrados y marginados, indígenas e inmigrados, sanos e inmunodeficientes. Problemas todos ellos a los que tan poco responde el socialismo como el liberalismo tradicienales -el aparato del mercado como elaparato del partido

Nuevos problemas

A estos males tradicionales se añaden aún los problemas inéditos que introduce la especie de neo-neolítico que estamos viviendo. El primer neolítico introdujo el control o domesticación de plantas y animales. El nuevo ha puesto a nuestro alcance desde el equilibrio ecológico hasta la configuración genética del mundo, ampliando así el ámbito de lo maleable. A partir de ahí, muchos fenómenos naturales que estaban sólo en manos de Dios pasan ahora a nuestras manos: el sexo de los niños, la muerte de los ancianos y los enfermos terminales, la tasa de variedad de las especies, el clima, las nuevas combinaciones genéticas, etcétera . Ahora bien, que estén en nuestra manos significa que son ahora susceptibles tanto de protección como de explotación, tanto de mejoramiento como de comercialización. Y significa también que la izquierda ha de enfrentar y dar respuesta a estas posibilidades si no quiere que la propia lógica de la ciencia, el nacionalismo o la religión vengan a hacerlo por ella.

Pero en lugar de abrirse a estos problemas, la izquierda ha tendido muchas veces a encerrarse en su idea de un centro laico y progresista de donde ha de emanar la justicia y la libertad frente a los atavismos de una periferia vernácula, las manipulaciones de un entorno mercantil y los manejos científicos o tecnológicos de una razón instrumental. Como para nuestros abuelos, el mundo moderno vuelve a estar compuesto para esta izquierda de peligros o plagas, sólo que ahora los peligros de la técnica se alían al renacimiento del nacionalismo y de la religión: al fundamentalismo como "alma de un mundo sin alma", que dirían ellos.

Política y mística

Pero, en realidad, estas plagas fundamentalistas son ante todo síntomas. Síntomas de que la tradicional política doctrinaria no da respuesta ni a los viejos problemas de identidad cultural ni a los nuevos de responsabilidad global. Y ya se sabe: donde no hay respuesta política hay respuesta mítica. Más que contentarse denunciando estas respuestas ancestrales, conviene pues llevar las respuestas políticas al terreno incierto y vagoroso, pero realísimo, del que aquellas respuestas surgen: "Ahí está la rosa, ahí hay que bailar".

Claro que bailar en el ámbito de las pertenencias nacionales y los agravios narcisistas, de la identidad étnica o sexual, de los dilemas clínicos o cósmicos, exige a la izquierda renunciar a muchas de sus certidumbres y adoptar una actitud más crítica que dogmática, más piadosa que ideológica, más inductiva que doctrinaria. Recordar, en definitiva, que el progreso es menos lineal que dialéctico, que los verdaderos problemas son siempre mutantes o recurrentes, y que en nuestro mundo no hay soluciones puras y sin costes. Que los pactos se hacen casi siempre a expensas de quien no está, y que las correlaciones de fuerzas las pagan a menudo un joven, un parado o un emigrante, un kurdo o un saharaui, un gitano o un palestino. Que democratizar significa, también, homogeneizar; planificar, entorpecer; informar, manipular, etcétera.

Al fin y al cabo, si algo hemos aprendido con el comunismo es que toda respuesta política que pretenda solucionar en una sola fórmula los problemas económicos, sociales, ideológicos y morales tiende a hacerse totalitaria: a sacrificar la misma libertad o progreso que pretende decretar. Y que la traducción práctica de las grandes ideas movilizadoras ha sido a menudo la que resumía Dom Aminado: "La bala es el método más rápido de transmitir el pensamiento a distancia".

Todo esto no significa que el radicalismo deba desaparecer. En absoluto. Significa sólo que debe cambiar de lugar y en cierto modo invertir su signo, como han mostrado, en esta misma sección; Hanna Siniora y Moshe Amirav. Del radicalismo políticoideológico y el relativismo moral de una izquierda que, siguiendo a Comte o Weber, veía toda actitud carismática, metafísica o testimonial como la prehistoria de la ética de la responsabilidad y la política de Estado, hemos de pasar al relativismo político y al radicalismo moral. Sólo entonces conseguiremos superar todos los fundamentalismos, incluido el nuestro.

Xavier Rubert de Ventos es eurodiputado socialista.

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