Tribuna:

El sillón

Se han ido los veraneantes, pero no han llegado aún las lluvias. El bochorno de estos días está impregnado de un hedor de algas podridas casi irrespirable, y ahora que sopla un poniente de fuego estoy en el porche palpitando como un lagarto. Sólo me falta ser un alcohólico blasfemo y andar en silla de ruedas para parecer un personaje del hondo sur en medio de la última corrupción de agosto. En el zaguán de la casa se conserva aflorado sobre la cal un arco románico, y de su dovela pende una argolla de cobre que en otro tiempo sostuvo una balanza para pesar los cerdos y cosechas de la heredad. P...

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Se han ido los veraneantes, pero no han llegado aún las lluvias. El bochorno de estos días está impregnado de un hedor de algas podridas casi irrespirable, y ahora que sopla un poniente de fuego estoy en el porche palpitando como un lagarto. Sólo me falta ser un alcohólico blasfemo y andar en silla de ruedas para parecer un personaje del hondo sur en medio de la última corrupción de agosto. En el zaguán de la casa se conserva aflorado sobre la cal un arco románico, y de su dovela pende una argolla de cobre que en otro tiempo sostuvo una balanza para pesar los cerdos y cosechas de la heredad. Pegada al plinto ciego de ese arco se halla paralizada durante un siglo aquella poltrona de cerezo tapada en este momento con una funda de lino. En ella, por tradición, siempre se había sentado el más respetado de la familia en la etapa final de su vida. Desde ahí han partido uno detrás de otro mis antepasados hacia la eternidad, y todavía recuerdo repantigado en ese sillón a un provincial de la orden franciscana ofreciendo por debajo del hábito un calcañar muy pálido sin sandalia a la criada Flora, casi una niña, la cual, de rodillas, le cortaba las uñas de los pies mientras el fraile, que parecía enfermo de muerte, leía un breviario o libro de horas. El sopor de la tarde se confunde con el silencio de la casa, y ahora oigo con nitidez las mandíbulas de las termitas que se están comiendo el aparador isabelino. Un viejo mundo se muere del mismo modo que el verano se va. Todavía aquí los alacranes llevan la boca abierta bajo la turbia canícula, pero los veraneantes se han esfumado dejando las playas llenas de basura que ya fermenta como lo hace la historia estos días. Sentado en la poltrona de cerezo contemplo imágenes de la putrefacción general, leo las últimas noticias de la convulsión de los tiempos, y después de pensar en las ideologías que caen en medio del olor a alga podrida, cuando ya el mar aparece desierto con las barcas varadas, concibo que lo más sólido e inmutable del universo es aún este sillón, desde el cual yo partiré también.

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