Tribuna:

El desfallecimiento de las palomas

Pasa el calor como si fuera la brisa, pero deja atrás un sudor insoportable.Ha sido un verano implacable, y medio Madrid ha vivido el sudor de toda su historia: un niño que se hace protagonista porque no tiene esperanza, un relato al que le sobra el sudor, esa apariencia fría que tienen los rostros con los ojos velados. El calor como una mano que cayera pesada sobre la mirada de plomo del verano, como.en una novela de Pavese, una película de Pasolini. Una paloma a punto de morir en la ventana, el aire insignificante que le da a la sombra el sol del mediodía.

Se dice que en Madrid hace a...

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Pasa el calor como si fuera la brisa, pero deja atrás un sudor insoportable.Ha sido un verano implacable, y medio Madrid ha vivido el sudor de toda su historia: un niño que se hace protagonista porque no tiene esperanza, un relato al que le sobra el sudor, esa apariencia fría que tienen los rostros con los ojos velados. El calor como una mano que cayera pesada sobre la mirada de plomo del verano, como.en una novela de Pavese, una película de Pasolini. Una paloma a punto de morir en la ventana, el aire insignificante que le da a la sombra el sol del mediodía.

Se dice que en Madrid hace ahora más calor porque han taponado el Norte con edificios altos y el aire de la sierra se queda allí, en los visillos de los otros. Los que están al sur, fronterizos con Andalucía y con Extremadura, viven más próxima la presencia del Sahara y no ven la hora de que llegue el otoño.

Es así todos los años aunque cada día se nota más en el centro de Madrid la capacidad inhumana que tiene el sol para imponerse. Los que estiman que son falsas las imputaciones que se le hacen a la ciudad como ser monstruoso y despiadado dicen que aquí hay más árboles que en ninguna otra gran urbe de sus dimensiones, y cuando se arguye que la Gran Vía es sudorosa porque no tiene ni árboles ni fuentes -ya sé que las hay, pero están secas- se suele afirmar que esa es también una característica de la ciudad, como un emblema.

Las ciudades tienen también sus solapas, igual que los rusos, y en esas solapas como no hay banderas se ponen calles. Los madrileños tienen en ese lado de la chaqueta la imagen de la Gran Vía. Lo que pasa es que ahora se ponen la insignia al revés. Conozco a un escritor moderno que ha temblado a las tres de la madrugada esperando un taxi: "Todos los que me rodeaban me miraban como si yo fuera transparente".

Pantomimas

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Antes, cuando éramos progres, decíamos que era mentira que esa calle fuera peligrosa, hasta que un día de verano esperamos por un taxi a las tres de la mañana y nos damos cuenta de que aquello no es una pantomima sino una zona sagrada, un lugar de acceso limitado, un sitio peligroso. Seis concejales del PSOE quisieron demostrar lo contrario el otro día, y buscaron focos y cámaras para registrar la tranquilidad con la que paseaban. Esa sí que fue una pantomima.

Así que la Gran Vía, sin árboles y sin fuentes, mezclada con el olor antiguo de la sospecha y del peligro, se ha convertido en el símbolo de la ciudad caliente en la que de vez en cuando desfallecen las palomas que no son capaces de llegar con aliento hasta Cibeles y mueren en medio del camino dejando tras de sí el último sudor de su vida. Las ves pasear pesadaniente, como si hubieran consumido maíz podrido, y es sólo que les resultan insuficientes las plumas de las alas, quemadas por el calor que les viene del Sur.

No hay verano que no viva con la esperanza de que llegue el otoño, no hay paloma que no persista. en su intención de llegar a la Cibeles. En medio, mientras el sol abrasa a los madrileños y a las palomas, hay alguna gente que se despoja de la camisa como si el calor estuviera en la ropa.

La ciudad, como el pensamiento, tiene el calor dentro, y a esta ciudad del Sur en que se está convirtiendo la capital de España le está creciendo dentro el verano, como si fuera la estación única, el lugar sin retorno. Ahora se vive en Madrid la ilusión del otoño, como si ese fuera el aire acondicionado, y se vive también en esta ciudad sin prodigio la esperanza de que el invierno nos llegará como un abanico. Ya no hay remedio para el verano y ni siquiera el frío va a resolver nada porque el calor está aquí para quedarse, como si fuera parte de la propia osamenta de la urbe.

Así que vivimos el calor con la misma ansiedad que las palomas, y como no tenemos más agua que la del pensamiento nos refrescarnos creyendo que las estaciones no son eternas. Con esa ilusión también mueren las palomas.

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