Tribuna:

El cisma

En aquel tiempo, Dios habló y dijo que no era bueno vender los programas políticos del mismo modo que los detergentes. No precisó si lo malo era el anuncio, el programa político o el detergente. Otro día apareció detrás de una nube (de fotógrafos) y proclamó que nadie, ni siquiera él, era imprescindible para la realización del gran proyecto. Tampoco aclaró si se refería a la Expo o al paraíso socialista.Los teólogos, agrupados en diferentes comisiones de trabajo, discutían, de un lado, sobre la imprescindibilidad de Dios y, de otro, sobre su grado de implicación en las chapuzas financieras del...

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En aquel tiempo, Dios habló y dijo que no era bueno vender los programas políticos del mismo modo que los detergentes. No precisó si lo malo era el anuncio, el programa político o el detergente. Otro día apareció detrás de una nube (de fotógrafos) y proclamó que nadie, ni siquiera él, era imprescindible para la realización del gran proyecto. Tampoco aclaró si se refería a la Expo o al paraíso socialista.Los teólogos, agrupados en diferentes comisiones de trabajo, discutían, de un lado, sobre la imprescindibilidad de Dios y, de otro, sobre su grado de implicación en las chapuzas financieras del Colegio Apostólico. Había pasado tanto tiempo desde que les estallara entre las manos la eternidad, contenida al parecer en una bolsa de plástico de El Corte Inglés, que ninguno recordaba con claridad las líneas maestras del proyecto. Pero a base de trabajar y trabajar iban consiguiendo algunos cambios tales como poner el nombre de irregularidad contable a lo que antes habían llamado corrupción.

Entre tanto, la eternidad pasaba tan deprisa que algunos sentían que el tiempo se acababa sin haberse comido una rosca. Los apóstoles intentaban calmarles dándoles una asesoría, un gabinete, un Inserso, una agencia de viajes, un valium, en fin, algo que contuviera la escisión. Y es que las escisiones en esa clase de organizaciones teologales se llamaban cismas, y los más cultos no hacían otra cosa que recordar el cisco que se organizó en el siglo XIV con el Gran Cisma de Occidente.

El desconcierto general fue enorme en aquel tramo de la eternidad dominado por las adhesiones inquebrantables y la adicción a la moqueta. Pero los que peor lo pasaron fueron los fabricantes de detergentes y lavavajillas: nunca supieron si las palabras de Dios habían sido una amenaza o una oscura parábola.

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