Tribuna:

Prisa de Madrid

Tener prisa en Madrid no es como tener prisa en cualquier parte. Aquí la propia ciudad está apresurada, se desplaza como si ya no hubiera tiempo, y en los taxis y en los autobuses, e incluso en las escaleras de servicio, hay rostros que parecen hechos de la propia sustancia de la prisa.Las ciudades apresuradas son ciudades sin piedad: no te miran os taxistas, te ignoran los camareros. Todo el mundo va a lo suyo. En los ambulatorios hay seres dolientes a los que no mira ni dios. En las colas de las oficinas se oyen teléfonos incesantes que nadie descuelga. Y los propios madrileños que hacen col...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Tener prisa en Madrid no es como tener prisa en cualquier parte. Aquí la propia ciudad está apresurada, se desplaza como si ya no hubiera tiempo, y en los taxis y en los autobuses, e incluso en las escaleras de servicio, hay rostros que parecen hechos de la propia sustancia de la prisa.Las ciudades apresuradas son ciudades sin piedad: no te miran os taxistas, te ignoran los camareros. Todo el mundo va a lo suyo. En los ambulatorios hay seres dolientes a los que no mira ni dios. En las colas de las oficinas se oyen teléfonos incesantes que nadie descuelga. Y los propios madrileños que hacen cola ante la burocracia feroz de las ante la burocracia feroz de las ventanillas han puesto sobre su rostro la mano de la prisa.

Hay en el ejercicio cotidiano de la prisa una voluntad urbana que parece responder al viejo absurdo que indica que el mundo es eterno, y que el tiempo también lo es. Llegar antes no resuelve la cuestión: luego siempre hay que esperar. No vale la pena andarse con prisas..

Eso es lo que dice la gente: no vale la pena andarse con prisas. La sabiduría popular refleja sólo aquello que es verdad, y todo el mundo actúa con la filosofía de Peter Sellers en Bienvenido Mr. Chance: decir unas cuantas obviedades para que se crea que la sabiduría habla por su boca. Y, en el caso de las frases dedicadas a la prisa, sólo se dicen lugares comunes dignos de aquel personaje de Peter Sellers.

La prisa parece fabricada con los materiales de la histeria, y, como toda manifestación humana que implica el rostro del otro, da la impresión de que la prisa es una cosa ajena. Nosotros no tenemos prisa: padecemos la de los demás. Cuando nos toca de cerca el apresuramiento propio tendemos a creer que somos excepcionales: nosotros sí que tenemos prisa, los demás están simulando

La angustia urbana.Madrid no se ha hecho para tener prisa, y por eso la padece tanto: los transportes públicos funcionan mal, los taxistas van al ralentí cuando es evidente que pueden correr, los atascos forman parte de la vida cotidiana de todo el mundo. Y en medio de todo ese barullo monumental hay miles de rostros a, los que ha llegado la palidez de la prisa. No vale de nada convencer al vecino de que nuestro apresuramiento es genuino. Tampoco es posible detener las manecillas del reloj, y la angustia urbana va creciendo como si nunca jamás pudiera llegarse a la solución que tienen al final los propios túneles.Hay un cuadro muy terrible del pintor noruego Edvard Munch que se llama Eigrito: a la salida de ese túnel de la prisa de Madrid parece que hay una mujer como aquella gritando una forma nueva de impotencia, la impotencia urbana.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Ayer por la mañana, sin ir más lejos, esperaba una joven extranjera de mirada extraviada y nocturna el autobús de Torrejón de Ardoz: despiadados pasaban autobuses de cualquier lado de esta zona de Madrid, pero no aparecía el de Torrejón de Ardoz. Aquella mirada oblicua, perjudicada acaso por las penúltimas notas de la madrugada, reflejaba el cansancio de una espera sin objeto, hasta que se le cerraron los ojos sobre su cara ensimismada, y pasé sin verla el autobús de Torrejón de Ardoz:

"¡Me cago en la puta!" gritó la chica con todas sus palabras cuando vio pasar de largo aquella tiríjala amarilla llena de bolsas de la compra, y volvió a dormir un rato sobre sus brazos -desnudos.

Madrid es una ciudad en la que cientos de miles de ciudadanos esperan a todas horas un autobús que pasa de largo, un taxi que no los ve, un camarero que no trae aún el vaso de agua que espera el desfallecido, un médico que mira distraídamente la presíón del que se muere, un periodista que nos cuelga el teléfono antes de que le demos la queja, una enfermera que ha olvidado nuestro desayuno, un banquero que nos diluye el crédito, una mano que no llega a tiempo, una mirada que se esfuma.

La prisa hace de las ciudades una esquina múltiple por la que desaparece el sosiego. Madrid, que ahora ve llegar el verano, se desplaza deprisa como si tuviera que apagar un fuego. Y no es para tanto. Nunca pasa nada. Y cuando pasa no es el fuego, así que no habría que darse tanta prisa por apagar nada.

Archivado En