Tribuna:

Silencio

El tedio del domingo unido a una maravillosa tarde de primavera me impulsó a perderme por un valle interior. Había cruzado ya unos pueblos blancos con el campanario dormido y, dejando atrás la extensión de los naranjos que ahora están reventando de amor, la carretera ascendía por unas curvas de almendros, de pequeñas huertas escalonadas donde crecían guisantes y habas transparentes, y, muy lejos, a veces la raya del mar se abría abajo, entre las montañas calcáreas. Lentamente, el silencio también se iba elevando de nivel hasta hacerse de la misma sustancia del espliego, y en los ribazos que re...

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El tedio del domingo unido a una maravillosa tarde de primavera me impulsó a perderme por un valle interior. Había cruzado ya unos pueblos blancos con el campanario dormido y, dejando atrás la extensión de los naranjos que ahora están reventando de amor, la carretera ascendía por unas curvas de almendros, de pequeñas huertas escalonadas donde crecían guisantes y habas transparentes, y, muy lejos, a veces la raya del mar se abría abajo, entre las montañas calcáreas. Lentamente, el silencio también se iba elevando de nivel hasta hacerse de la misma sustancia del espliego, y en los ribazos que rezumaban el agua de las pasadas lluvias descubrí flores olvidadas, los arbustos de mi niñez. Pude haber elegido otro itinerario por estos macizos de la Marina Alta que vigilan el horizonte de Denia y siempre hubiera encontrado las laderas cubiertas de cerezos floridos, pero el azar me guió hacia la Vall de Laguart, entre los montes de Caval y la sierra del Peñón, que forman la madre del arroyo Girona. Cuando creí hallarme solo en el mundo, me senté a meditar al borde de un precipicio mordisqueando una viruta y, después de una hora de soledad abstracta, vi que una mujer sin orejas ni nariz, con cara de león, bajaba por una senda cabría. Pasó muy cerca y me miró con ojos de leche. No venía tocando una campana, como hacían estos seres antiguamente, sino vestida de Fiesta. Delante de mí, varias montañas estaban divididas por una gran muralla que se perdía por los barrancos, y, al seguir camino hacia el lado más hermético de la serranía llena de frutales inmóviles, de pronto me encontré con unos pabellones blancos con traza de balneario muy selecto donde había árboles centenarios con bancos de azulejos y pedestales con vírgenes de escayola en el jardín. Bajo el emparrado de una pérgola, allí, cuatro leprosos jugaban al tute, y había otros con la misma faz leonina riendo a carcajadas. En medio de la pnirnavera entre cerezos en flor, las apuestas de estos leprosos era cuanto se oía. Sus risas llenaban todo el corazón del valle.

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