Tribuna:

De gracias y desgracias

De visita en España, Equis y Zeta me han traído los últimos números, ocho o diez, de The New Yorker, recordando que tiempo atrás, en Estados Unidos, solía complacerme yo en hojear esa superferolítica revista semanal. Recorría entonces sus páginas, leía algún que otro artículo, quizá un cuento, rara vez un poema, pero lo que de veras me divertía eran los chistes o cartoons, donde, en sus diferentes estilos, los mejores caricaturistas del país desplegaban su ingenio. Ahora, repasando estos números recientes que la atención cordial de mis amigos ha puesto en mis manos, apenas si enc...

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De visita en España, Equis y Zeta me han traído los últimos números, ocho o diez, de The New Yorker, recordando que tiempo atrás, en Estados Unidos, solía complacerme yo en hojear esa superferolítica revista semanal. Recorría entonces sus páginas, leía algún que otro artículo, quizá un cuento, rara vez un poema, pero lo que de veras me divertía eran los chistes o cartoons, donde, en sus diferentes estilos, los mejores caricaturistas del país desplegaban su ingenio. Ahora, repasando estos números recientes que la atención cordial de mis amigos ha puesto en mis manos, apenas si encuentro una punta de gracia en ninguno de ellos. Me resultan sosos, romos, bobos; me parecen simples patochadas que nada significan. ¿Qué ocurre? ¿Será que con la edad mi humor no está ya para bromas? ¿Será que se me ha embotado la facultad de percibir lo cómico? ¿O será acaso que hoy en Estados Unidos... ? Pero, no; ¡qué en Estados Unidos! Me basta con volver la vista alrededor -y aun aquí mismo, sin ir más lejos...- para darme cuenta de que por todas partes se da igual desangelado, torpe talante a la hora de la sátira o del comentarlo jocoso. Por lo demás, hace tiempo he venido sospechando (y un avisado crítico, J. L. García Martín, acaba de recordármelo a propósito de mi recién reeditado libro El jardin de las delicias) que el rapidísimo cambio social de nuestro tiempo, al derogar todas las normas de la convivencia civilizada y desechar las tradicionales convenciones, hace muy difícil, cuando no imposible, ese poner en evidencia y castigar con risa burlesca las violaciones de una convención o de una norma, en que el ejercicio satírico consiste, cuando ya ellas han perdido su vigencia.Hay que tener en cuenta que la risa, fenómeno específicamente humano, es un mecanismo que se dispara cuando una súbita irrupción del sustrato animal del homo sapiens viene a desmentir, rebelándose por un momento, las pretensiones superiores de la cultura. Si bien se mira, cualquier situación cómica, el tema de todos los chistes y chascarrillos, puede remitirse a alguno de estos tres principales motivos: el sexual -sobre el que Freud centró su penetrante estudio-, el escatológico y, en fin, el de la flagrante ignorancia, estupidez o tontería de la persona. Los dos primeros muestran cómo, de improviso, la urgencia biológica quiebra las conveniencias, pone de manifiesto lo que debería estar oculto y echa por tierra así el frágil tinglado social de la común decencia. El tercero desmonta en un caso concreto la arrogante eminencia intelectual del ser humano. Cualquiera de esas ocasiones es capaz de desencadenar la risa, que desaprueba y castiga la infracción.

De este modo, la sátira es instrumento para la defensa por la sociedad misma de las pautas de conducta que fundan y sostienen la convivencia civilizada. Y no habrá que precisar lo mucho que esas pautas varían -pues, desde luego, varían muchísimo- de unos tiempos a otros, de unas sociedades a otras, y, aun dentro de la misma sociedad y época, de unos grupos a otros. Baste indicar que sus preceptos son enteramente convencionales. En general, preceptos tales tienden a suprimir o, cuando no sea esto posible, a disimular, o bien a dignificar de una u otra manera las inexcusables servidumbres que su condición biológica, su animalidad, impone al individuo humano. Sirva de ejemplo obvio el ejercicio de la función nutritiva, a la que, por supuesto, ningún ser viviente puede sustraerse. La ingestión de alimentos es claro que en la sociedad civil no podría cumplirse del modo casual y precario propio de la libertad natural. Entre nosotros, la operación alimentaria está sometida a reglas más o menos rigurosas, más o menos laxas, empezando acaso por la de un cierto horario en el modesto orden doméstico; y no es actividad que, en general, se oculte o recate, sino que en ocasiones se exhibe ostentosamente bajo diversas formalidades, como las puntillosas complejidades del elaborado banquete cortesano o la sagrada solemnidad ritual del religioso ágape. En cuanto a la fase terminal -no menos excusable- del proceso digestivo, se procura, por lo contrario, reducirla al ámbito privado, e incluso se elude su mera mención. Pero todo esto, repito, es convencional: podría ser de otro modo. ¿Quién no recuerda aquella película de Luis Buñuel, El discreto encanto de la burguesía, donde una sociedad elegante se reúne para defecar en animada y agradable convivencia, mientras que para consumir sus alimentos cada cual debe recluirse pudorosamente en el secreto de un pequeño retrete? El efecto cómico resulta ahí infalible, precisamente porque la costumbre es la inversa. Sin embargo, tan convencional es todo ello, y tan sujeto está a variaciones, que yo mismo me he divertido poniendo de relieve, tanto con mi novela Muertes de perro como en una pequeña divagación literaria, la práctica, seguida por muchos poderosos del pasado y aun todavía en el presente, de admitir a quienes consideran merecedores de semejante honor a que presencien la ceremonial operación excretora del magnate. Lo que la costumbre sanciona parece bien; lo que la costumbre condena es censurado, casi siempre mediante el ridículo del infractor, que puede incluso verse expulsado al ostracismo. Cuando la infracción ha sido involuntaria, su castigo -quizá nada leve, sin embargo- será tan sólo la risa de los circunstantes... Quevedo, para celebrar festivamente el conocido edicto del emperador Claudio "mandando a todos, pena de la vida, que (aunque estuviesen comiendo con él) no detuviesen el pedo", pondera enseguida: "Donde quiera que [éste] se suelta, anda la risa y la chacota"; y su contemporáneo Agustín de Rojas abre El viaje entretenido con el tema de las ventosidades en un chascarrillo que todavía hoy se repite. Hace bastantes años se lo oí yo contar en un grupo de amigos al pintor mexicano Alfaro Siqueiros, quien mereció de la esposa del poeta León Felipe, mexicana también ella, la suave reconvención de que desahogos tales son propios de los burros, y no de gente. Por supuesto, si el decreto de Claudio hubiera sido costumbre y no una caprichosa y grotesca ley, nadie se inmutaría porque alguien haga en sociedad lo que hecho por los animales no vitupera nadie. Es la irrupción del impulso natural, de lo biológico, que de improviso se rebela contra las pautas establecidas por la cultura desmintiendo sus pretensiones, lo que provoca una hilaridad liberadora.

A veces, en determinados momentos históricos, los requisitos de la bienséance social llegan a ser tan complejos, minuciosos y estrictos como para trabar y ahogar toda espontaneidad, según pudo ocurrir -y las respectivas literaturas lo revelan- en el antiguo imperio japonés o acaso también en la España del Siglo de Oro; a veces se aflojan, en cambio, esos requisistos hasta el relajo de una desconcertante y -en apariencia, al menos- Iimitada permisividad, según es ahora el caso entre nosotros; y cuando esto último ocurre, cuando las normas de conducta se hacen inciertas, cuando son impugnadas y desautorizadas y aun desaparecen, al faltar la referencia posible a una norma, no habrá ya cosa que resulte chocante, acto que parezca shocking, y que por ello pueda ser objeto de sátira o de jocoso comentario.

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Esta palabra, shocking, es peculiar de la era victoriana, época muy regresiva en general, y particularmente para cuanto se refiere a las manifestaciones de la sexualidad; y si consideramos que este otro impulso biológico ha sido siempre una de las más ricas venas de la comicidad, fácil nos será advertir cómo, una vez liberado de la censura social, la descarga humorística a que su incoercible aparición solía dar lugar pierde ahora ya sentido, se hace fútil. A este propósito acude de nuevo a mi mente cierto pasaje de otra de las películas de Buñuel, Tristana, donde uno de los personajes, al advertir cómo una pareja está besándose en el portal, la increpa, lleno de indignación. Reacción más benévola que la de este anticuado caballero frente a un acto sexual humano que al manifestarse públicamente rompe el sistema de las conveniencias, puede ser -solía ser- la risa, la burla. Pero cuando, como hoy ocurre, todo parece estar admitido, y el espectáculo de las actividades sexuales se muestra a la luz del día ante la indiferencia pública, y hasta se nos cuela en los hogares por la pantalla televisiva, cuando presenciar un coito es tan común y corriente como ver que alguien se toma una cerveza o se fuma un cigarrillo, y sólo nos falta desearle cortésmente "¡buen provecho!", ¿qué broma cabría, ni qué sátira, de algo que, al fin y al cabo, resulta en su cotidiana espontaneidad lo más natural del mundo? De los perros que fornican -o exoneran el vientre- en medio de la calle nadie va a reírse. De igual manera, la sexualidad del animal humano, una vez despojada de los revestimientos y pudibundos recatos impuestos por la cultura, queda equiparada, tal cual se lee en La Celestina, a aquello que "los asnos hacen en el prado". Y siendo así, ¡maldita la gracia!

Francisco Ayala es escritor.

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