Tribuna:

Después del Mundial

Resulta difícil escribir una historia de la Grecia antigua sin los juegos olímpicos. Lo mismo, si no imposible, con la Roma imperial y sus circos, cuyos imponentes esqueletos aún asoman. Del mismo modo, no se puede vivir en nuestro siglo sin advertir que un campeonato mundial de fútbol es algo único. Tan único como que es el instante en que palpamos, más que en cualquier otra humana actividad, nuestra condición de habitantes de la aldea universal electrónica que nos amucha delante de un televisor a cientos de millones, convocados al unísono por una misma afición.Durante años, la llamada...

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Resulta difícil escribir una historia de la Grecia antigua sin los juegos olímpicos. Lo mismo, si no imposible, con la Roma imperial y sus circos, cuyos imponentes esqueletos aún asoman. Del mismo modo, no se puede vivir en nuestro siglo sin advertir que un campeonato mundial de fútbol es algo único. Tan único como que es el instante en que palpamos, más que en cualquier otra humana actividad, nuestra condición de habitantes de la aldea universal electrónica que nos amucha delante de un televisor a cientos de millones, convocados al unísono por una misma afición.Durante años, la llamada gente seria y la mayoría de los intelectuales expresaban olímpico desprecio por esa irrefrenable pasión de multitudes. La Escuela de Francfort llegó a identificar al deporte como un diabólico capítulo de la sociedad totalitaria, y el propio T. W. Adorno sostuvo que era el reino de la antilibertad. Pero los tiempos han corrido y los sociólogos han terminado por sumarse a la preferencia popular, o simplemente nadie más ha hecho caso de sus sarcasmos sobre el interés universal en observar a 22 hombres corriendo dentro de un rectángulo detrás de una pelota...

Pasado el campeonato, acallados sus ecos, cada país participante vive una particular catarsis nacional.

Quienes soñaron con la copa buscan culpables, degustan amarguras de la derrota y se refugian en cacerías contra los presuntos conjurados de afuera, que los llevaron a la derrota, o bien los gladiadores propios, que defeccionaron, encabezados invariablemente por ese estoico profesional que es el entrenador, víctima propiciatoria de todos los odios.

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Quienes apenas soñaron con un buen papel cierran su balance, que pocas veces es satisfactorio -en este caso fue un saldo favorable sólo para Camerún- y también anudan todo tipo de explicaciones.

Lo negativo del caso son las expresiones de fobias nacionales que se desatan detrás de la competencia. Cuando se enfrentan los seleccionados se vive una especie de conflicto bélico sublimado. Todo se hace maniqueo y ya no cuentan los jugadores. Es el país mismo. En ese instante, todos los alemanes pasan a ser arrogantes e inhumanos; todos los italianos, tramposos; todos los argentinos, patrioteros, y así sucesivamente. Es el sutil veneno del fútbol de seleccionados nacionales, que diluye en una marea de pasiones encontradas su espíritu pacífico y comunicador entre los pueblos.

Hace muchos años así lo advirtió Jean Giraudoux cuando escribió que "hay sólo dos organizaciones internacionales por naturaleza: las de la guerra y las de los juegos. Una viste a la gente con el menos notorio de los uniformes; la otra, con colores brillantes; una los acoraza, la otra los desviste, pero -a través de los avances de un proceso paralelo que no puede negarse- sucede que cada país posee un ejército o una milicia cuya fuerza precisamente iguala aquélla de la multitud movilizada por el más vastamente difundido de los deportes: el fútbol.

Soy un viejo aficionado al fútbol que solitariamente -muy solitariamente, sin duda- no ama a esos equipos nacionales. Precisamente por todo eso. Cuando en la Copa Libertadores de América se enfrentan River Plate de Buenos Aires y Botafogo de Río, no están en juego Argentina y Brasil, pues un argentino hincha de Boca Juniors difícilmente desea una victoria de River, y un paulista corinthiano tampoco se apasionará detrás de sus compatriotas cariocas. Algo análogo pasa en Europa con equipos y ciudades. En estos casos la pasión es simple y futbolística. Es el desnudo sentimiento de adhesión a la camiseta que identifica al fútbol, y el ingrediente colectivo no pasa del ámbito localista de la ciudad.

Los seleccionados, en cambio, son otra cosa. Y así se ha visto en este Italia 90.

¿Quién hubiera imaginado una final con todo el público italiano -tan cercano a Argentina- clamorosa y resentidamente gritando por Alemania? No era admiración por los teutones, ni tampoco afecto, era un inesperado rencor producido por un enfrentamiento y una derrota.

¿Quién podía esperar que los himnos nacionales serían el blanco predilecto de abucheos y silbidos?

Dentro mismo de Italia se vio aflorar el conflicto Norte-Sur con una virulencia aún mayor que la que reflejaron los diarios. Cuando Maradona, el día de la derrota argentina con Camerún, se felicitó porque Italia por fin aplaudía a los negros y por un instante dejaba de ser racista, cometía, sin duda, una agraviante exageración, pero también reflejaba un sentimiento que los sureños exhiben a flor de piel. Cuando asumía su condición de argentino-napolitano y decía que estaba acostumbrado a recibir silbidos en toda Italia, porque 364 días al año los napolitanos eran africanos y sólo el día en que jugaba la azurra se les recordaban sus deberes de italianos, tocaba la llaga con el dedo.

La presencia de Schilacci como goleador italiano sin duda compensó la situación e identificó a los sureños con su seleccionado. Pero, aun así, la gente común -en Sicilia especialmente- encontraba en el manejo del equipo los motivos para sentirse discriminada.

Que todo esto aflore detrás del fútbol no es sano, no es bueno. Porque siendo confrontación pacífica, alegre ejercicio lúdico, debiera sólo mostrar pasión desinteresada. Pero no es así. Es algo demasiado enraizado en la sociedad para que también no refleje sus sentimientos y prejuicios. Ésa es su gloria y su desgracia.

Julio María Sanguinetti es ex presidente de Uruguay.

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