Editorial:

El racismo europeo

UNA OLA de xenofobia y racismo se está extendiendo prácticamente por todos los países europeos. No es algo que se refleje exclusivamente en titulares de primera página. Se traduce en actos sórdidos y cotidianos: agresiones, discriminaciones, conductas humillantes, represiones policiacas abusivas; todo ello asumido y aceptado por amplios sectores de la población europea. De esta forma, se desarrolla y extiende en Europa una situación cargada de peligros, sin que los Gobiernos ni los órganos dirigentes de la CE den muestras de que son conscientes de su seriedad. El racismo -la forma más perversa...

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UNA OLA de xenofobia y racismo se está extendiendo prácticamente por todos los países europeos. No es algo que se refleje exclusivamente en titulares de primera página. Se traduce en actos sórdidos y cotidianos: agresiones, discriminaciones, conductas humillantes, represiones policiacas abusivas; todo ello asumido y aceptado por amplios sectores de la población europea. De esta forma, se desarrolla y extiende en Europa una situación cargada de peligros, sin que los Gobiernos ni los órganos dirigentes de la CE den muestras de que son conscientes de su seriedad. El racismo -la forma más perversa de negar los derechos del hombre y de pisotear principios morales constitutivos de la esencia de Europa- aumenta en nuestro continente. ¿Estamos ante un movimiento imparable? En todo caso, después del informe que hoy publica EL PAÍS, elaborado por una comisión especial del Parlamento Europeo sobre xenofobia y racismo, presidida por Glyn Ford, nadie puede dudar de la gravedad del problema.La población inmigrada proveniente del Tercer Mundo representa unos 6,5 millones de personas; en la actualidad, su ingreso está casi paralizado. Si hasta 1973 fueron recibidos como mano de obra barata y necesaria, la posterior evolución económica llevó hacia políticas de cierre de las fronteras. El problema de los inmigrados en la mayor parte de los países europeos tiene dos vertientes: la integración de los que residen ya en Europa y los casos de inmigración clandestina. En ambos aspectos -como dice el informe del Parlamento comunitario- "el estatuto inferior de los inmigrados es mantenido y reforzado por un racismo institucionalizado, permitido por legislaciones nacionales muy discriminatorias". En cuanto a los clandestinos, es obvio que una regulación es imprescindible. Pero debe ser inteligente y humana: su meta no puede ser hacer de Europa una fortaleza cerrada a toda persona llegada del Tercer Mundo.

Más grave aún es el racismo encubierto que caracteriza la política de muchos Gobiernos en el tema tan decisivo de la integración. La mayoría de los inmigrados lleva 13 años de residencia en Europa; frenar su plena integración sería suicida. La experiencia demuestra que en la segunda generación se identifican plenamente con el país en el que residen. Ello requiere que, en lugar de prolongar las discriminaciones, se apliquen políticas abiertas que deben aunar el respeto a sus propios hábitos -por extraños que parezcan con el fomento de condiciones sociales y educativas aptas para acelerar el proceso integrador. Pero son las actitudes represivas las predominantes. Incluso en Francia, país con una tradición generosa hacia los inmigrados, el debate sobre el chador ha demostrado la influencia de ideas teñidas de racismo. A ello hay que añadir el demostrado desbordamiento de los hechos frente a la débil reflexión de la izquierda. Un problema que no permite el reduccionismo teórico, la simpleza argumental, y que, con igual deber histórico, los partidos y sindicatos democráticos deberían plantear con rigor y generosidad.

¿Responde este racismo a una simple reacción espontánea ante la presencia de los inmigrados? Sin negar el peso de ciertos factores objetivos, sería ingenuo creerlo. El informe de la Comisión Ford aporta datos muy claros sobre la campaña creciente de la extrema derecha para alimentar la xenofobia, el odio y el desprecio hacia el extranjero. La contradicción es flagrante entre teoría y práctica: en teoría, nadie es racista en el espectro político europeo, pero de hecho se observa un vacío cuando se trata de responder a las campañas cada vez más agresivas de la extrema derecha. La visión alicorta de la ignorancia se engrandece ante el silencio mayoritario.

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La manifestación grandiosa con la que Francia entera condenó la profanación antisemita del cementerio de Carpentras no puede hacer olvidar que odiosos atentados racistas, incluso asesinatos de ciudadanos árabes, son cometidos sin dar lugar a ninguna reacción. O las 7.000 denuncias interpuestas en el Reino Unido en 1989. Esa indiferencia de amplios sectores demuestra hasta qué punto han calado, en situaciones de tensión social, los argumentos perversos de la extrema derecha.

Merece, pues, ser escuchada la opinión de la Comisión Ford, según la cual asistiremos en los años noventa a una reorganización de la extrema derecha a escala europea, con el racismo como bandera central de su política. Ahora, con grupos neonazis como el Cedade en España y, sobre todo, con fórmulas políticas más flexibles -como la de Le Pen en Francia, que combina la xenofobia con una demagogia populista-, pretende reforzar su audiencia en la etapa de conmociones que nuestro continente tiene ante sí. Es un peligro que acecha al proyecto de construcción europea, en el que hay puestas tantas esperanzas.

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