Tribuna:

Abalorios

A los emigrantes que en España llegaron a las grandes ciudades hacia 1960 les ocurrió otro tanto que a los indios cuando los conquistadores arribaron a sus tierras, y así, recibieron los abalorios, espejitos y cascabeles correspondientes a la época industrial: un piso en el suburbio, algunos electrodomésticos, mesitas bajas de cristal, un pequeño automóvil los más afortunados, televisor, enciclopedia universal en fascículos, algunos cuadros de caballos ingleses y caza del ciervo con jauría, tresillo de legítimo skai y, como signo máximo de prestigio social, un carrito dorado para portar...

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A los emigrantes que en España llegaron a las grandes ciudades hacia 1960 les ocurrió otro tanto que a los indios cuando los conquistadores arribaron a sus tierras, y así, recibieron los abalorios, espejitos y cascabeles correspondientes a la época industrial: un piso en el suburbio, algunos electrodomésticos, mesitas bajas de cristal, un pequeño automóvil los más afortunados, televisor, enciclopedia universal en fascículos, algunos cuadros de caballos ingleses y caza del ciervo con jauría, tresillo de legítimo skai y, como signo máximo de prestigio social, un carrito dorado para portar bebidas y exibirlas. Se creó de este modo un tipo de miseria ornamental, una especie de parodia de lujo burgués que por un lado anunció y festejó el final de la lucha de clases y por otro contribuyó decisivamente al auge de divulgación del arte kitsch. No se trataba de la miseria de aquel hidalgo del Lazarillo, que sólo poseía un jarro de lata y un jergón sutil, sino que era por el contrario una carencia profusa, repleta de cachivaches: esto es, de la mígajas, que entonces eran muchas, del gran banquete urbano e industrial.Otros privilegios, obviamente, les estaban vedados. Por ejemplo, la dignidad. Si es cierto que los componentes de la dignidad social son el ocio y la riqueza, qué dificil la tuvieron aquellos esforzados operarios que, después de diez horas de trabajo, más dos o tres de metro y camíoneta, no disponían de otros accesorios honorables que la enciclopedia y el carrito. Con ellos cubrían el atributo de la dignidad que les faltaba, opuestamente al hidalgo, que ostentaba el ocio y fingía riqueza. Pero en ambos casos, y en muchos otros, como enseñaban hasta los propios libros (don Quijote, Julien Sorel, Lucien de Rubempré o Errima Bobary), la aventura social del menesteroso consiste casi siempre en toparse con un mundo de simulacros y apariencias, donde el progreso cultural y moral queda reservdo a paladares más selectos.

Pero, en cuestión de aparíencias, lo tuvo, aunque más lúcido, un guitarrista granadino y medio agitanado que emigró a París en 1975 y que, después de seis meses de estancia, aún no se había atrevido a cruzar el Sena para ver de cerca la torre Eiffel. Las razones eran que ese año hubo en Francia otro rebrote de racismo. Jóvenes con chupas de cuero y estacas deportivas, descendientes acaso de aquella casta guerrera y señorial que, a falta de mejores campos de batalla, ocupaban sus altos ocíos en partidas de caza, salían en grupos al atardecer y batían los cotos parisienses en busca de ejemplar es de razas menores y foráneas. Días antes del viaje, el granadino leyó en un periódico que acababan de tirar al Sena a un portugués y a un turco, y siendo él de ánimo asustadizo y muy mal nadador, con un miedo cerval a las aguas turbías y profundas, y unido todo ello a su aspecto fuertemente meridional, había decidido no acercarse al río y aun menos aventurarse por sus puentes. Y no sólo esto: apenas se atrevía a salir de su casa, y cuando lo hacía era únicamente por causas mayores, y siempre pegado a las paredes, la cabeza baja y el paso rápido y huidizo. Vivía aterrorizado, y sufría a menudo de pesadillas y aprensiones.

En el restaurante típico español en que trabajaba, su tarea central consistía en acompañar a un baílaor (hombre obstinado y torvo, de unos 50 años, y que al parecer últimamente ha sido visto con un templete portátil e idéntico repertorio en las puertas del Centro Pompidou) en un zapateado que duraba 45 minutos de reloj. Ejecutaba primero una breve introducción arpegiada, sobrevenían luego 40 minutos de taconeo sin música, y en el último tramo se incorporaba con rasgueos frenéticos hasta un final de apoteosis. En el largo intervalo, a las dos o las tres de la madrugada, solía amodorrarse el guitarrista bajo el calorcito de los focos, y cuando iba llegando el desenlace, el bailor lo jaleaba con unos gritos de alerta. Una noche se durmió de verdad, y soñó (quizá porque el artista atleta lo salpicaba de sudor) que entraba en un puente del Sena y que un grupo de jóvenes, cortándole la retirada por ambas bocas, lo apresaban y lo lanzaban al abismo del río. Iban 25 minutos de zapateado cuando, de pronto, salió de la pesadilla gritando: "¡Cabrones, malajes, que yo no sé nadar!", y con el mismo impulso del pánico, huyendo de la asfixia, echó a correr, se fue de bruces contra el estupefacto ballaor y los dos rodaron manoteando por el suelo.

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A partir de ese día, entre todos buscamos el modo de curarlo de su obsesión. Uno le enseñó a silbar La marsellesa, otro le enseñó frases francesas breves y castizas, de ésas que se acomodan a cualquier situación, otro le recomendó a un peluquero que habría de alisarle y aclararle los rizos, otro le aconsejó que fuese siempre con una máquina de fotos en bandolera para pasar por turista exótico, otro le recetó una crema facial de albayalde y yo le regalé un libro de Rousseau en lengua original que le sirviese de salvaconducto. Y así consiguió cruzar el Sena muchas veces, y nadie lo importunó nunca por razones de raza, lengua o condición.

Ahora, una vez más, los malos vientos de la xenofobia y el racismo soplan por Europa, "nuestra casa común". Una vez más se observa que, a los primeros síntomas de crisis, la tolerancia y la fraternidad (esas hermosas ramas del viejo árbol de la Ilustración) tuercen el semblante, como si también ellas llevasen el disfraz de la apariencia y sólo se mostrasen propicias en tiempos de abundancia, y aquí y allá se alzan voces que reclaman la intervención de un providencial cirujano de hierro. Una corriente subterránea de írracionalismo vuelve a manar y se prepara para formar cauce ante el reajuste de mercados de la nueva, grande y tantas veces soberbia Europa.

Ante estos raptos de barbarie, que parecen ser parte de nuestro acervo económico-cultural, tanto el grandino disfrazado vagamente de ario como aquel emigrante que recomponía su dignidad arrastrando su carrito dorado, como esos filipinos, latinoamericanos o marroquíes que para sobrevivir tienen que hacerse socialmente invisibles, a uno le recuerdan, aunque sólo sea remotamente, aunque sólo sea por la tenacidad de las apariencias, a aquellos indios que bajaban a las minas de Potosí con un collar de vidrio y un espejito donde mirarse y reconocerse a la luz de las antorchas.

Luis Landero es escritor.

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