Tribuna:

Crítica de la razón periclitada

" Siempre nos quedará París", le dice Bogart a la Bergman a modo de despedida definitiva. Del viejo fantasma que ya no recorre Europa quedan los olores y los sabores y el "edificio inmenso del recuerdo" (Proust). Queda, en fin, aquello que primero se encargaron de enterrar los administradores oficiales del credo. Queda y sólo queda aquella mirada cargada de sabiduría que penetró el mundo moderno -más allá del "pese a todo se mueve"- y desveló algunos de los mecanismos ocultos de una sociedad que, ciertamente, no se limitaba ya a moverse un poco."Una revolución continua en la producción, una in...

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" Siempre nos quedará París", le dice Bogart a la Bergman a modo de despedida definitiva. Del viejo fantasma que ya no recorre Europa quedan los olores y los sabores y el "edificio inmenso del recuerdo" (Proust). Queda, en fin, aquello que primero se encargaron de enterrar los administradores oficiales del credo. Queda y sólo queda aquella mirada cargada de sabiduría que penetró el mundo moderno -más allá del "pese a todo se mueve"- y desveló algunos de los mecanismos ocultos de una sociedad que, ciertamente, no se limitaba ya a moverse un poco."Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen viejas antes de haber podido osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma (todo lo sólido se desvanece en el aire), todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas". Este largo entrecomillado no es de Toffler, aunque a simple vista lo pueda parecer. Ni de Naisbitt, Drucker, Popper, Morin, Schaff o Gorbachov. Y su sorprendente frescura no evita que haya sido formulado por Marx a mediados del siglo pasado.

Subsiste, por tanto, y precisamente, esa necesidad que impulsa a los hombres a considerar serenamente, una y otra vez, sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas. Es de este ejercicio de donde surgen las cuestiones candentes de cada época. De donde ha surgido la ecología, por ejemplo. Primero como una voz de alarma, luego un movimiento social romántico, más tarde un cuerpo de conocimientos científico-técnicos, y finalmente un imperativo prioritario en el ámbito internacional. Ahora sabemos que mientras imperen la ética del pionero y la ética del guerrero, que contemplan la tierra como una inmensa hacienda abierta a la conquista, la propiedad y la explotación, seguiremos sin salir de la fase depredadora del desarrollo humano a la que se refirió Einstein. De ahí surge la necesidad de una ética de la responsabilidad internacionalmente comprobable que, frente a la moral del récord y el beneficio a corto plazo, pregunte el para qué, cómo, qué riesgos sociales, materiales y ambientales presenta cada opción. Una ética que tiene su base en la demanda política de restaurar la alianza entre ciencia y democracia y entre tecnología, naturaleza y sociedad. Una ética que acabará orientando las ciencias sociales -geografia, sociología, economía, etcétera- hacia un concepto clave de nuestro tiempo: calidad de vida.

Por cierto, la calidad en el proceso de toma de decisiones políticas es un aspecto determinante de la calidad de vida. Y comienza por descubrir que el más peligroso y costoso factor de inestabilidad de una sociedad es, precisamente, la concentración del poder político y económico, manantial inevitable de ineficacia, desequilibrio y demagogia. La polémica sobre el estado de bienestar ha servido estos últimos años para comprobar que un Estado socia1m.ente comprometido no equivale necesariamente a un Estado panadministrativo. "Cuando los individuos piden ser cuidados en su enfermedad, librados de su ignorancia o atendidos en su infortunio, no necesariamente solicitan que su interlocutor sea un funcionario" (R. Martín Mateo).

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Mientras que entre 1870 y 1945 la semana laboral media en la industria europea descendió de 67 a 42 horas semanales (Leontief), en los últimos 45 años, a pesar de los enormes avances de la productividad, apenas ha descendido un par de horas semanales, lo que obliga a replantearse, entre otras cosas, el tipo de cultura que ha imperado en la izquierda realmente existente. Y a saludar que al menos en un país europeo (la RFA), se negocie hoy la semana de 35 horas; que surjan organismos y procedimientos democráticos para la evaluación y el control social de la tecnología, o que el centro de gravedad de la mano de obra global se deslice notoriamente hacia el knowledge worker, el trabajador del conocimiento.

Lo cierto es que cada época destaca a primer plano cuestiones candentes nuevas que la distinguen de otras y que no pueden enfrentarse sin proceder a innovaciones en la vieja cultura. Desde Locke sabemos que "toda cosa existente se encuentra en el proceso de perecer perpetuo", al cual no iba a escapar la cultura política de la izquierda o de la derecha. Mantener lo contrario sería perfumado idealismo. Así pues, bienvenida sea la crítica serena de (toda) la razón periclitada.

es consultor del Programa FA ST (Prospectiva y Evaluación Tecnológica) de la Comisión Europea.

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