Tribuna:

El Olfato

En este valle los romanos levantaron un altar a Diana junto al bosquecillo de manzanos cuyo aroma en otoño sustituía al incienso, y al final de un barranco lleno de alacranes y hierbas de anís hay una cala muy azul que guarda los gritos de tu niñez. Desde allí se divisa no muy lejos el castillo dormido, algunas espadañas de la pequeña ciudad des habitada. Bajo el humo dorado pasaba el rebaño de cabras dejando un rastro de hedor bravío entre las flores silvestres que habían brotado de una tumba sobre la cual un día libraste una batalla de amor. Hace mucho tiempo que el mundo ha terminado. Ya na...

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En este valle los romanos levantaron un altar a Diana junto al bosquecillo de manzanos cuyo aroma en otoño sustituía al incienso, y al final de un barranco lleno de alacranes y hierbas de anís hay una cala muy azul que guarda los gritos de tu niñez. Desde allí se divisa no muy lejos el castillo dormido, algunas espadañas de la pequeña ciudad des habitada. Bajo el humo dorado pasaba el rebaño de cabras dejando un rastro de hedor bravío entre las flores silvestres que habían brotado de una tumba sobre la cual un día libraste una batalla de amor. Hace mucho tiempo que el mundo ha terminado. Ya nadie existe aquí. En la pequeña ciudad del litoral quedan las ruinas de un templo, de varios palacios, del prostíbulo legal, de un teatro, de la biblioteca municipal, de algunas tahonas, y cada uno de estos recintos derruidos conserva el perfume que fue tu alma. Después de tantos siglos de silencio donde quiera que es tés, muerto o resucitado, tú no eres sino el conjunto de aromas que aspiraste mientras vivías. Huelen todavía a paja quemada las tardes de verano. El aire húmedo que precede a las tormentas, la esencia de tierra mojada cuando el aguacero ha pasado, el vapor de mucosa materna que despiden las algas podridas en aquella cala azul, el tufo cabrío del ganado contra el espliego, el incienso de los manzanos junto al altar de Diana, permanecen aún en este valle esperando que vuelvas. También en la ciudad vacía están en pie como firmes sillares los aromas que sustenta ron tu vida. Los lápices Alpino, cuya fragancia va unida al sabor del chicle de fresa, aún fermentan el aire estancado del aula de primaria. El moho de la capilla penetrado por los cirios, la fetidez del urinario que inunda la sala de billares, el alcanfor en los armarios cerrados, el desodorante de los cines, la miel que derraman las librerías de viejo, todos esos perfumes que fuiste forman parte de tu propia resurrección. Sobre aquella tumba cubierta de flores silvestres, tu carne volverá a brotar cuando el viento te traiga otra vez a este valle junto al altar de Diana.

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