Tribuna:

Simetría

En ese extraño reino también había sacerdotes, magistrados y policías, pero los mandamientos de la ley eran absolutamente contrarios a los nuestros. Allí el decálogo ordenaba matar, fornicar, deshonrar a los padres, robar, maldecir a Dios. Estos preceptos estaban escritos en unas tablas de piedra, las cuales fueron entregadas por otro Ser Supremo a un nuevo profeta en la cima de un monte en medio de grandes truenos. Los súbditos de ese reino se comportaban como nosotros: unos obedecían las leyes y otros no las cumplían. Los animales permanecían al margen; en cambio, el sentido de la culpa acog...

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En ese extraño reino también había sacerdotes, magistrados y policías, pero los mandamientos de la ley eran absolutamente contrarios a los nuestros. Allí el decálogo ordenaba matar, fornicar, deshonrar a los padres, robar, maldecir a Dios. Estos preceptos estaban escritos en unas tablas de piedra, las cuales fueron entregadas por otro Ser Supremo a un nuevo profeta en la cima de un monte en medio de grandes truenos. Los súbditos de ese reino se comportaban como nosotros: unos obedecían las leyes y otros no las cumplían. Los animales permanecían al margen; en cambio, el sentido de la culpa acogotaba a toda aquella gente. Quien no robaba alguna vez debía ser perseguido por los gendarmes; quien no mataba nunca podía ser decapitado en la plaza pública; quien no cometía adulterio corría el peligro de ser lapidado. Allí también la fuerza parecía hermana del orden, pero la gente en ese reino llevaba una vida normal. Los niños jugaban en los parques, había desfiles militares, los contribuyentes engullían sin cesar, se celebraban toda clase de romerías y cada año el fiscal general del Estado leía un informe acerca del índice de criminalidad luciendo un collarón de oro en el acto de inauguración de los tribunales. Según esa lectura, la cantidad de delitos que se cometían en aquel reino donde imperaban los antimandamientos de la ley era exactamente igual a la nuestra. Había el mismo número de reclusos en sus cárceles; los sumarios alcanzaban idéntico nivel en la carretilla que los transportaba por los pasillos de la Audiencia; la policía realizaba de forma exacta las redadas en los bajos fondos de las bibliotecas públicas, de las filarmónicas, de los museos y se llevaba a la comisaría de madrugada un cargamento similar de profesores indocumentados. Los sacerdotes de la Iglesia oficial tenían un censo parecido de santos y pecadores, ya que el reverso de su decálogo era simétrico al que nos fue otorgado a nosotros en la cumbre del Sinaí. Sólo los animales permanecían al margen. Seguían devorándose o comiendo hierba sin participar en esta locura.

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