Tribuna:

La ley del bolero

Como William Irish en sus mejores relatos, como los letristas de boleros, Pedro Almodóvar sitúa el punto de partida de sus películas en el limite justo de la experiencia y de la expresión. Su estética arrebatada, su gusto por el valeroso impudor, se corresponden con un radicalismo vital que no tiene miedo de invocar la risa o de exigir el llanto y la conmoción. Sus personajes, como los de Irish, se mueven en nerviosas peripecias que casi nunca admiten la posibilidad del retorno, de manera que excluyen -a veces con voluntaria temeridad y otras empujados por circunstancias torrenciales- la nosta...

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Como William Irish en sus mejores relatos, como los letristas de boleros, Pedro Almodóvar sitúa el punto de partida de sus películas en el limite justo de la experiencia y de la expresión. Su estética arrebatada, su gusto por el valeroso impudor, se corresponden con un radicalismo vital que no tiene miedo de invocar la risa o de exigir el llanto y la conmoción. Sus personajes, como los de Irish, se mueven en nerviosas peripecias que casi nunca admiten la posibilidad del retorno, de manera que excluyen -a veces con voluntaria temeridad y otras empujados por circunstancias torrenciales- la nostalgia y el arrepentimiento, y viven y huyen y se buscan a una velocidad de caída libre, como cuando nos arrojamos en sueños desde un acantilado o desde la cima de un edificio.En un cuento de William Irish, un hombre solitario y desesperado, aunque honesto, que no tiene trabajo ni dinero ni esperanza ninguna de conseguirlos, se cuela en uno de esos cines americanos que permanecen abiertos toda la noche, y advierte en la penumbra que aparte de él no hay más que otro espectador en la sala: un gordo bien vestido que dormita en su butaca con el abrigo entreabierto. Va a sentarse a su lado temblando porque hasta ahora nunca ha cometido un delito, adelanta la mano hasta introducirla en el bolsillo interior del abrigo del otro, palpa una, cartera, empieza a quitársela suavemente. Pero entonces el hombre dormido se derrumba sobre él y ve que la mano en la que sostiene la cartera está manchada de sangre, y comprende que alguien ha matado al otro y que si no huye lo acusarán de robo y de asesinato... En Átame Pedro Almodóvar arranca también de un punto de máxima tensión, cuyo solo enunciado contiene la promesa de una historia que no puede no ser acuciante, pero que no todo el mundo se arriesgaría a seguir contando por miedo a desfallecer, pues un principio demasiado alto con frecuencia lleva a la decepción: un joven recién salido del psiquiátrico secuestra a una actriz, de la que se ha enamorado viéndola en las películas y en las revistas, con el decente propósito de lograr que ella se enamore de él y acepte contraer matrimonio y fundar una familia. La pone una navaja en el cuello, la tira a¡ suelo de un puñetazo, la ata las manos y los pies, la amordaza con un esparadrapo, pero no es un violador ni un ladrón, y en ningún momento, ni cuando jura que la matará si ella intenta abandonarlo, pierde su sólida convicción de bondad, su aire de buen muchacho que quiere ser feliz y prosperar honradamente en la vida. Viene de un pasado de reformatorios, de manicomios, de desarraigo y persecución, pero en él sobrevive intacta una animosa inocencia. Todo le ha sido negado desde que nació, pero actúa con la naturalidad y la valentía de quien ha elegido un destino y se sabe capaz de cumplirlo. Tiene la probidad de un habilidoso fontanero que estudiara de noche electrónica por correspondencia. Que su noviazgo limpiamente formal haya tenido que comenzar por un secuestro es para él un contratiempo menor, como que su futura prometida sea una mujer estragada por la soledad y la desesperación de la heroína. La permanencia en el infierno sólo puede destruir a quien no es inocente, a quien ha ocultado o pervertido sus deseos: en el comedor de su casa, un viejo director de cine, borracho y paralítico, mira un vídeo pornográfico, y su mujer, desde el umbral, le pregunta si necesita algo y le desea buenas noches. Sin volverse hacia ella, el hombre le da las gracias y sigue inmóvil en la penumbra iluminada por la pantalla del televisor, en el silencio estremecido por los jadeos metódicos de la rnuchacha que se retuerce en la película.

Como el protagonista de Átame, Pedro Almodóvar emprendió hace años una tarea que también parecía descabellada o imposible, pero que no era, en rigor, menos obvia que la de su héroe: convertírse en director de cine, usar las palabras y los gestos más comunes de la vida diaria para urdir ficciones que contuvieran la belleza de las mejores mentiras y el desgarro de la pura verdad. Para aprender no tuvo miedo de equivocarse, para contar lo que quería y lo que veía no tuvo miedo del posible ridículo, pues sabía tal vez que es preferible un solo error fértil a una docena de aciertos estériles, aunque éstos gocen entre nosotros de un prestigio solemne. Mientras él se empeñaba en llegar a ser quien era, y merecía, a lo sumo, el halago distraído que conceden los enterados a toda indocta extravagancia, en el cine español -y también en la novela y en la imaginación española- cundían el pasado, la contención, la prudencia, la trivialídad enmascarada de hermetismo, la simulación de la memoria, la coartada de la cultura y de la literatura. Melancólicas familias venidas a menos bebían grandes tazas de café con leche en salones con relojes de pared. Personajes agobiados por la joroba de una carga simbólica -y sobresaltados a menudo por un letárgico flash-back- deambulaban con zapatillas de fieltro por los pasillos en penumbra de caserones ancestrales o pisos de renta antigua mientras sonaba al anochecer, sobre un páramo, un aria que, extrañamente, parecía repetirse en todas las películas. Predominaba una cansina posguerra, una lenta pesadumbre rural. El cine español vivía fascinado por los interiores sombríos y la provincia de Segovia. La obstinación en el pasado casi nunca servía de antídoto para nuestra incurable desmemoria, pues no era una reflexión sobre las raíces ocultas del presente, sino la disculpa de una congénita incapacidad de enfrentarse limpiamente a él por falta de talento y falta de valor, dos virtudes inútiles cuando no actúan juntas o cuando no van precedidas por la modesta costumbre de escuchar y morir. La técnica, con aplicación, se aprende: contra lo que suele pensarse, cualquiera puede escribir un soneto o una novela. Lo que no se aprende es el gusto y, la necesidad de contar y el instinto de mirar la vida para apropiarse de ella y afirmarla y negarla con las armas del deseo, de la inteligencia y de la imaginación.

Exactamente eso es lo que ha hecho Pedro Almodóvar. Su máxima originalidad ha sido mirar lo que sucedía delante de nosotros -y también en el interior de cada uno de nosotros- y contárnoslo luego con el entusiasmo legendario de los mentirosos, con la desvergüenza y la ternura de los charlatanes que nos hipnotizan en mitad de la calle con el caudal de sus palabras y el fervor imperioso de su convicción. "He amasado el barro y he hecho oro de él", dice Baudelalre: frente a un cine y una literatura paralizados por el oro falso y reverencial de las complicidades culturales -uno tampoco está libre de pecado, pero ya es hora de ir tirando las primeras piedras-, Pedro Almodóvar ha preferido el barro impuro de la realidad y ha labrado su oro con materiales de desecho: el melodrama, el bolero, los anuncios de detergentes, las películas baratas de terror, el habla urgente de la calle, los almanaques de santos, los interiores con papeles pintados y muebles de formica de los años setenta donde mujeres con rulos y batas de boatiné, enajenadas por un culebrón venezolano, se convierten en madame Bovary.

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Lo que las artes respetables callan -por conveniencia y cobardía- lo declara abiertamente el bolero. Su estética del impudor y el exceso, como la del melodrama, es reprobable porque se atreve a decir que la pasíón es necesaria y que es legítimo elegir la felicidad y arriesgarse al sufrimiento. Átame es un bolero traspasado por la clarividencia del amor y un furioso melodrama donde los infiernos de la soledad y la marginación son valerosamente desmentidos por la ternura, la rebeldía y la inocencia. Hay una razón para el desarraigo, y Pedro Almodóvar la conoce y la cuenta. Hay, debajo de la crueldad de las calles nocturnas y de este presente despiadado que se nos quiere imponer como el único posible, una frontera y una cicatriz que nos separan de nuestra verdadera vida y de nuestros países arrasados. Al final de Átame se oye al Dúo Dinámico cantando una hermosa canción de Gloria Gaynor -I will survive- que suena como un himno. Y uno sale del cine diciéndose que resistirá y sobrevirá como los héroes de la película, y que ya va siendo hora de no rendirse al infortunio y de intentar una literatura en la que haya algo del coraje estético y moral de Pedro Almodóvar.

es escritor.

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