Tribuna:

Apoteosis del regateo

A estas alturas apenas quedará ojo u oído ciudadano sin detectar la palabra-talismán de cada día: negociación. Salvo los de carácter íntimo, no hay asunto público o social que se libre de pasar por la obligada instancia, mesa o plataforma negociadora. Desde el más escueto asalariado al más estirado banquero, ya sea ministro u ordenanza, obispo o sacristán, nadie escapa al tira y afloja general. De tal manera que parecemos ante todo abocados a emplear nuestro ocio en negarlo, o sea, en el negocio. Pues mientras sólo algunos son de profesión negociantes, todos o casi todos (sepámoslo o no...

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A estas alturas apenas quedará ojo u oído ciudadano sin detectar la palabra-talismán de cada día: negociación. Salvo los de carácter íntimo, no hay asunto público o social que se libre de pasar por la obligada instancia, mesa o plataforma negociadora. Desde el más escueto asalariado al más estirado banquero, ya sea ministro u ordenanza, obispo o sacristán, nadie escapa al tira y afloja general. De tal manera que parecemos ante todo abocados a emplear nuestro ocio en negarlo, o sea, en el negocio. Pues mientras sólo algunos son de profesión negociantes, todos o casi todos (sepámoslo o no) nos hemos vuelto socialmente negociadores tinos pocos, a título individual los más, en tanto que miembros (le algún grupo y, por delegado interpuesto. Quien no puede terciar mínimamente en el negocio colectivo, ese es el paria de nuestros tiempos. Porque el poder de hoy es poder de convocar a la negociación o de ser convocado a ella.Según se mire, no resulta tan malo que la vida civil se haya amoldado a la fórmula esencial del, comercio, al trueque. Una sociedad basada en el conflicto, como la nuestra, ha acabado por reconocer su carácter interdependiente y pone su primer interés en la armonía posible de los intereses particulares. La negociación vendría a ser así la continuación de la guerra social por otros medios menos cruentos Habrá que abandonar, por tanto, la ficción de un contrato social originario y firmado de una vez por todas; en su lugar, admitiremos la realidad de infinitos pactos dispersos, regularmente negociados y renovados. La democracia política que conocemos no es otra cosa que el ámbito del compromiso. ¿Acaso es pequeña ganancia?. Todo lo contrario. Aún estamos lejos del imperio de la palabra racional pero vamos sustituyendo con eficacia la ley del garrote por la de la compraventa. Seguro que en este negocio unos sacan más provecho que otros, pero con la lucha a muerte perdemos todos. Así que nada mejor podemos desear hoy para la humanidad que su ingreso en el gran convenio colectivo. Y, sin embargo...

Sin embargo, ¿renuriciaremos por ello a pensar en la tarea de pasado mañana? Porque nuestro presente aparezca para buena parte de la humanidad como su futuro soñado, dejaremos de señalar las limitaciones de ese presente? ¿Callaremos las preguntas porque no dispongamos aún de las respuestas? Sería un pobre pragmatismo Pues es el caso que este chalaneo institucionalizado se paga a un precio muy alto. Una sociedad de negociadores da por buenos ciertos presupuestos y genera algunos hábitos que tocaría desvelar.

Y antes que ninguno, el triunfo irrefutable del tráfco mercantil sobre cualquier otro. No es; sólo, como parece claro, que el cambio de mercancías constituya la forma de todo intercambio; es que el contenido mismo del trasiego entre grupos sociales o políticos adquiere cada vez más un exclusivo tinte económico. Al mercado ya no acuden únicamente mercancías. dinero o capital. Allí van también, y se miden por su común rasero, las cuestiones culturales y educativas, eclesiásticas y militares, municipales, estatales e internacionales. Y van porque, antes de su ingreso en el gran zoco, han sido ya despojadas de su naturaleza propia para recibir un abstracto carácter de valor de cambio. Todo ha de ser previamente reducido a precio si quiere probar su valor específico. Nada vale en cuanto tal sino para y tras el regateo. Esta es la época del bargaining universal; aquí no se salva nadie que no sepa comprar o venderse, ni se habla en serio de nada como no sea de dinero o de lo traducible a dinero. Lo único innegociable es la premisa de toda negociación, a saber, el dominio indiscutido del capital o la autoridad soberarta del mercado.

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El lenguaje ordinario, tal como ha sido modelado por los principales protagonistas del tráfico, se limita a levantar acta del fenómeno . Ya el hecho mismo del gradual desuso del término conversaciones en beneficio del omnipresente (y horrísono) negociaciones es todo un síntoma. Tal vez fuera un eufemismo pero la alusión al coloquio reservaba al menos algún reconocimiento del valor de la palabra; hoy, hablar de veras es negociar, y todo lo demás, pura cháchara. De ahí que el ofrecer haya dejado paso al ojeirtar y que lo útil de una propuesta ra dique sólo en su rentabilidad Cualquiera de las partes implicadas proclama no estar dis

puesta a una negociación a la baja, rechaza hacer de tal o cual punto de sus reivindicaciones inoneda de cambio o se elLICIC por no haber sabido vender adecuadamente las ventajas de su producto (léase, le mismo da, una candidatura al Parlamento)... Más o menos. el vocabulario del tratante, lo haga suyo el ten-

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dero o el jefe del Estado. Mercaderes somos y hablamos la lengua de nuestras mercaderías.

Así es como la apoteosis del regateo arrastra consigo el oscurecimiento del diálogo, la pérdida del sentido de lo razonable. La palabra negociadora viene a ser opuesta a la palabra que argumenta. Mientras la primera expresa intereses (pero, ¿puede haber propiamente un diálogo de intereses?) y cálculos del homo oeconomicus, la segunda se esfuerza en razonamientos conformes a un ser lingüístico y moral. Si una pone sobre la mesa poder y riqueza, habilidad y astucia, la otra requiere el ejercicio de la coherencia y objetividad. La negociación busca ampliar la influencia o el dinero, y su bondad se mide por la ganancia obtenida con relación al poder o hacienda de los otros; el debate juicioso pretende ante todo la verdad (o la verdad política, es decir, la justicia) y el grado de su éxito estriba en su aproximación a este ideal. Devenir mal dadas, quien razona se juega a lo sumo su vanidad; quien negocia arriesga, además, su posición y su bolsa. La fenomenología del mercadeo ha grabado a fondo las categorías individuales y colectivas. La tarea cotidiana que a todos nos incumbe es sopesar cantidades y no cualidades, medir las flaquezas del adversario antes que sus argumentos. La mentira -y el disimulo, la amenaza, etcétera- resulta el instrumento idóneo de la relación social, así corno la sospecha recíproca entre los interlocutores se erige en la sola actitud conveniente.

¿Y qué puede significar en el trajín de la negociación dar razón de algo? Nuestros sofistas contemporáneos, tras privar a la palabra de toda aspiración conceptual, han consagrado la equivalencia de los discursos y la equiparación de los derechos. A duras penas logran disfrazar su desprecio hacia unos y otros. Del derecho igual de las reclamaciones sociales y políticas a ser expuestas deducen que cualquier insensatez goza de idéntico título a ser tenida en cuenta. De la igualdad jurídica del derecho a negociar concluyen la paridad de los supuestos derechos mismos negociados. Así que, si no tengo más que razones que ofrecer a cambio, es como si no tuviera ninguna. Argumentos sin contrapartida eficaz que los respalde se apartan como desdeñable charlatanería, conversación de mal gusto. A la postre, la diferencia entre los pareceres que públicamente se enfrentan se dilucida en función del poder de sus respectivos portavoces. Pero la democracia ¿no contendrá mejores promesas que las brindadas por el puro mercado?

Pues si aún hubiera una igualdad real de fuerzas entre las partes litigantes... Mas cuando una de ellas es el poder político, el económico o el militar, difícilmente podrá la otra (se trate de una minoría política o de la mayoría asalariada e inerme) esperar atención suficiente a sus demandas. So capa de acuerdo, habrá tenido lugar un apremio. Del modo de conducir una negociación semejante hay en la historia de la antigüedad un precedente ejemplar. Cuenta Tucídides que, como los de la isla de Melos rechazaran hacerse vasallos de los atenienses durante la guerra del Peloponeso, los embajadores de Atenas les hablaron más o menos de esta guisa: "No vamos a pronunciar un discurso cuajado de hermosas palabras ni a recurrir a conceptos elevados. Esperamos sencillamente que sepáis haceros cargo de las circunstancias. Bien sabéis que la justicia sólo prevalece entre los hombres en condiciones de igualdad y que, en caso contrario, los poderosos hacen lo que les permiten sus fuerzas y a los débiles les toca someterse. De modo que aquí no tienen cabida consideraciones sobre la justicia o injusticia, sino los intereses de ambas partes. Por la nuestra, que somos los fuertes, deseamos reduciros sin esfuerzo; vosotros, como débiles que sois, no tenéis otro remedio que obedecer. Obrando así, nos limitamos a aplicar ahora una ley que siempre ha regido, al igual que vosotros la aplicaríais sin duda en caso de alcanzar nuestro poder".

No siempre el más fuerte carece necesariamente de razones ni quien lo es menos anda sobrado de ellas. Pero es un hecho que el comportamiento negociador de todo poder, cualquiera que fuere, tiende a imitar el modelo ateniense. Sea en nuestro caso el Gobierno (que así descuida su legitimación de ejercicio) en su trato con los sindicatos. Sea el de la ilegítima ETA, cuando se sirve del bárbaro "tanto matas, tanto vales" en sus pretendidos contactos con el Gobierno.

Aurelio Arteta es profesor de Filosofía de la universidad del País Vasco.

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