Tribuna:

La cruzada de los niños

Ha circulado estos días en la Prensa mundial una noticia que, de golpe, me transportó al horror de una época remota, al año 1932, trayendo a mi memoria un episodio que, de manera sumaria, se encuentra referido en mi libro de Recuerdos y olvidos. La noticia reciente a que aludo debió sin duda de llamar la atención por un momento a más de un lector: refiere que, en el Estado norteamericano de Nueva York, un niño de ocho años, virtuosamente movido por las vehementes incitaciones que desde la pantalla televisiva acababa de dirigir el presidente Bush a la población infantil, ha denunciado a ...

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Ha circulado estos días en la Prensa mundial una noticia que, de golpe, me transportó al horror de una época remota, al año 1932, trayendo a mi memoria un episodio que, de manera sumaria, se encuentra referido en mi libro de Recuerdos y olvidos. La noticia reciente a que aludo debió sin duda de llamar la atención por un momento a más de un lector: refiere que, en el Estado norteamericano de Nueva York, un niño de ocho años, virtuosamente movido por las vehementes incitaciones que desde la pantalla televisiva acababa de dirigir el presidente Bush a la población infantil, ha denunciado a su madre por consumo y tráfico de drogas; y de que, gracias al celo imbuido por la autoridad suprema del país en el ánimo de esa tierna criatura, su pecadora madre, Darlene O'Hara, ha caído por fin en manos de la policía.Este hecho de hace pocos días, de ayer mismo, hubo de evocar, como digo, en mi memoria un episodio que se remonta a más de medio siglo atrás, ocurrido en la Alemania de Hitler. Mi padrino de boda, el respetado profesor Gamillscheg, de la universidad de Berlín, me había invitado a dar una conferencia en su cátedra, y cuando, llegada la hora, íbamos a celebrar el acto académico, nos encontramos ante la puerta una hilera de uniformados nazis que habían sido enviados para impedir el acceso al local. No sería oportuno extenderme aquí ahora en detalles sobre el mínimo aunque penoso episodio. Lo que tan sólo quiero referir es que, cenando luego, a la noche, en casa del profesor, su consternada esposa nos rogó a mi mujer y a mí, con turbación visible y casi lágrimas en los ojos, que, ¡por favor!, si entraban a saludar los hijos del matrimonio -dos hermosos muchachotes a quienes conocíamos bien-, no hiciéramos en presencia suya comentario alguno acerca de nada. El temor, la angustia de la buena señora, que también podía leerse en la mirada de Gamillscheg, hizo para mí entonces concreto y palpable algo que se decía y era sabido: que por fidelidad al Führer, los jóvenes alemanes tenían la consigna y seguían la práctica de vigilar a sus padres, denunciándoles si percibían en ellos alguna punible desviación.

Evidentemente, la fidelidad a los principios del régimen se colocaba para ellos por encima de toda clase de otras consideraciones: era lo primero, y debía prevalecer sobre cualquier otro valor. Evidentemente, la ideología se había elevado ahí a la categoría de religión, cosa que, por otra parte, venía ocurriendo ya en el campo militante del comunismo marxista.

Para quienes habíamos sido educados en una atmósfera impregnada de liberalismo burgués, eso tenía que producir repugnancia y escándalo moral. Creíamos que, suprimida la Santa Inquisición, sus métodos habían quedado desterrados para siempre de la vida civil, y nos horrorizaba la idea de que los hijos pudieran sentir el deber de delatar a sus padres, los padres a sus hijos, el marido o la mujer a su cónyuge, el amigo a sus amigos. Con todo, y por muy abominable que a uno pudiera parecerle el aparato represivo de la detestada y ya abolida Inquisición religiosa, no dejaba de reconocerse en ella una sólida congruencia interna. Al fin y al cabo, operaba sobre supuestos trascendentales y absolutos: se trataba de salvar las almas para la vida eterna, un fin supremo al que todo otro debía quedar subordinado, y siendo así, se procuraba conseguir esa salvación incluso, por supuesto, para aquellas almas cuyo cuerpo era entregado a la hoguera. Verdad es que la religión cristiana ofrece base también para la tolerancia, pero después de todo no le faltaba a la Iglesia católica respaldo en el texto de las Sagradas Escrituras para proceder como procedió mediante el Santo Tribunal, pues ¿acaso no había ordenado Dios a Abraham la inmolación de su hijo?, ¿y no son inequívocas las palabras de Jesús en los Evangelios acerca de la renuncia a obligaciones familiares que debían aceptar quienes hubieran de seguirle? Si nos instalamos en el punto de vista de la religión, podemos entender también los excesos fanáticos de que el fundamentalismo de otros credos está dando hoy día lamentables pruebas.

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Sea como quiera, la persecución inquisitorial de tiempos pretéritos me parecía a mí para aquellas fechas, hace cincuenta y tantos años, ser ya definitivamente cosa del pasado. Las creencias y prácticas religiosas estaban reducidas ahora, como es de razón, a la esfera de la conciencia individual, mientras que los poderes públicos debían atenerse a la función de garantizar la paz civil entre los ciudadanos, sin invadir para nada su libertad ni interferir en su conducta privada, a menos que ella entrase en conflicto con el derecho ajeno. Esto era lo correcto, y el intento de subyugar al particular sacrificándolo a los intereses de una ideología, sea la que fuere, revestida de seudorreligiosas pretensiones trascendentalistas, tal como lo hacía entonces el régimen nazi, y ya desde algo antes lo venía haciendo el comunista, tenía que ser considerado monstruoso.

Pero, por lo visto, meter en cintura a ese monstruo frío que es, en frase de Nietzsche, el Estado, manteniendo a los poderes públicos dentro de los límites de su legítima actuación, parece tarea ardua, interminable, que requiere incesante vigilancia y exige ser emprendida siempre de nuevo. Quienes eventualmente detentan o tienen a su cargo la administración del procomún suelen ceder sin duda a alguna propensión invencible cuando con tanta frecuencia, considerando sagrada su misión, se exceden en el piadoso deseo de salvar del mal a sus administrados.

Pero la cuestión es: ¿en qué consiste el mal?, ¿quién tiene capacidad para declararlo?, ¿dónde demonios se encuentra el enemigo malo? Ah, pues eso varía de lugar a lugar y de un momento a otro. Pasó la gran catástrofe militar que acabaría con el imperioso nazismo, y a poco hubo de dar comienzo en Estados Unidos la siniestra campaña del senador Joseph McCarthy, que no en vano sería descrita como caza de brujas, pues con religioso celo se pusieron en práctica efectivamente los procedimientos inquisitoriales, incitando a la gente, entre otras cosas, a envilecerse con la delación traicionera de supuestas actividades antiamericanas. Todo podía valer entonces para alcanzar la meta perseguida. Aun los venerables principios jurídicos de la Constitución habían de sucumbir si es que de veras se deseaba, como se tenía por indispensable y urgente, librar al pueblo de Dios de la diabólica conspiración comunista que lo amenazaba; todo era bueno, todo era lícito para conjurar el atroz peligro...

Ahora, en estos días que corren, el enemigo malo, la proteica encarnación del mal absoluto, se encuentra en la droga. Por todos los medios, aun los más drásticos, parece obligado luchar para la erradicación de un vicio cuya prohibición había tenido el solo efecto de propagarlo, difundirlo y extenderlo hasta términos espantosos. A los traficantes de las drogas prohibidas habrá que llevarlos al patíbulo, y a los usuarios seducidos por Satanás, encarcelarlos, para intentar -eso sí- extraerlos de las garras del pecado y procurar quizá, a través de la pena, reconciliarlos y restituirlos por último a la vida virtuosa.

Si este procedimiento resulta o no eficacia para acabar con las dimensiones sociales del problema, que venga Dios y lo vea. Por lo pronto, el presidente Bush, angustiado ante su gravedad, apela a la colaboración de todos, incluidos los infantes, quienes tal vez podrían unirse en una cruzada como aquella famosa de los niños, que durante la Edad Media perecieron en el camino de Jerusalén para, seguramente, emprender desde ahí el del cielo. ¡A qué extremos no podrá llevar una buena fe desorientada!

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