Tribuna:

La posteridad de Freud

Vivimos -hay razones para decirlo así- en la posteridad de Freud. Y eso incluye, claro está, a los psicoanalistas de hoy día; ahora, precisamente, en que se cumplen 50 años de su muerte, cuya conmemoración parece justificada por los méritos de su ingente obra. Hagamos memoria: forjó una hipótesis, el inconsciente, que, sin estar destinada a la verificación experimental, mantiene intacto, casi un siglo después, su valor de descubrimiento copernicano. Inventó una práctica, el psicoanálisis, cuyos efectos, indirecta pero decididamente terapéuticos porque alcanzan al pathos mismo del sujeto...

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Vivimos -hay razones para decirlo así- en la posteridad de Freud. Y eso incluye, claro está, a los psicoanalistas de hoy día; ahora, precisamente, en que se cumplen 50 años de su muerte, cuya conmemoración parece justificada por los méritos de su ingente obra. Hagamos memoria: forjó una hipótesis, el inconsciente, que, sin estar destinada a la verificación experimental, mantiene intacto, casi un siglo después, su valor de descubrimiento copernicano. Inventó una práctica, el psicoanálisis, cuyos efectos, indirecta pero decididamente terapéuticos porque alcanzan al pathos mismo del sujeto, mantienen vivo el lazo social que inauguró entre analistas y analizantes. Llevó a cabo una extensa labor clínica a partir de la cual construyó paso a paso su teoría, en un movimiento creador no, exento de impases, contradicciones y replanteamientos.Freud no era hombre dado a acomodar los hechos de su experiencia a las ideas ya formadas. Una vez dado el primer paso, la apuesta irrenunciable por el inconsciente, los grandes hallazgos posteriores fueron el resultado de una férrea entereza intelectual. Un ejemplo que vale por toda una biografía: 1920, Freud en la cumbre de su obra y a una edad ya avanzada, rodeado al fin de admiración y de reconocimiento, no duda en plantear lo que sería una nueva piedra de escándalo, incluso en la propia comunidad analítica. Publica en ese año el Más allá del principio del placer, culminación de un largo esfuerzo por cernir la estructura de fenómenos que en su labor analítica insistían para quien no quisiera desconocerlos. Y, ya lo hemos dicho, Freud no era hombre que cerrara los ojos ni siquiera ante eso, tremendo y escurridizo a la vez, que nombró pulsión de muerte: una oculta complacencia en el malestar de los síntomas, un profundo vínculo con el sufrimiento más allá del bienestar propio, un goce ajeno al individuo en el que no logra reconocerse y al que no puede, sin embargo, sustraerse. Pulsión de muerte, compulsión a la repetición, goce enigmático fueron los términos de ese giro de los años veinte en la obra freudiana, y no son, no lo crean, piezas de museo. A pesar de lo rancio de la fecha -¿en qué se parece el mundo en el que vivimos al de entonces?- y a pesar de lo poco explícito y de la escasa fama de esos conceptos -la vulgata de lo freudiano se complace más en versiones bobas e inverosímiles del complejo de Edipo o de la traducción de los sueños-, el psicoanálisis no podría prescindir de ellos sin dejar de ser lo que es.

Una pregunta: ¿quién no ha captado, una vez al menos, más allá de las rutinarias referencias al carácter de cada cual, que en las cosas que no van bien algo

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es psicoanalista.

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