Tribuna:

Los viajes del Papa

Todos veíamos muy bien los primeros viajes de un papa en los tiempos modernos, iniciados tímidamente por Juan XXIII y después continuados por Pablo VI. Pero es Juan Pablo II el que ha incrementado estos viajes de manera espectacular, convirtiéndolos en uno de los ejes de su pontificado. Así, el de este mes a Santiago de Compostela y a Asturias es el tercero que realiza a España.Teniendo en cuenta las innegables cualidades de líder de masas que tiene este papa, así como el radio intercontinental de sus viajes y el uso creciente de los medios de comunicación, en especial la televisión, se compre...

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Todos veíamos muy bien los primeros viajes de un papa en los tiempos modernos, iniciados tímidamente por Juan XXIII y después continuados por Pablo VI. Pero es Juan Pablo II el que ha incrementado estos viajes de manera espectacular, convirtiéndolos en uno de los ejes de su pontificado. Así, el de este mes a Santiago de Compostela y a Asturias es el tercero que realiza a España.Teniendo en cuenta las innegables cualidades de líder de masas que tiene este papa, así como el radio intercontinental de sus viajes y el uso creciente de los medios de comunicación, en especial la televisión, se comprende que este hecho se haya convertido en un fenómeno social de carácter internacional, diversamente juzgado no sólo fuera sino aun dentro de la Iglesia católica.

No es de creer que nadie con un mínimo de información y sensatez pueda pensar que el Papa viaja por turismo. Mientras es frecuente que en los viajes oficiales se reserven algunos días para que las personalidades invitadas puedan visitar la ciudad o la región, y hasta en los congresos de trabajo se suelen programar excursiones de este tipo, el calendario y el horario del Papa es tan agobiante que no solamente no puede permitirse cualquier devaneo turístico, sino que casi no tiene tiempo para dormir lo necesario.

Si Juan Pablo II viaja incansablemente es sólo por motivos pastorales, para animar a las iglesias locales, para iluminar la fe y levantar la moral de los católicos del mundo entero y de paso anunciar el Evangelio a todas las gentes. No se puede negar honestamente que en nuestro tiempo no ha habido líder político, social o religioso que haya convocado en torno suyo a tantos millones de personas de todas las culturas, razas y condiciones humanas.

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Y no se diga que acuden atraídos por lo espectacular. No es verosímil que toda esa gente soporte tantos sacrificios e incomodidades sólo para asistir de pie durante horas a unos actos que en realidad, aparte de algunos detalles decorativos en un estrado entrevisto a lo lejos entre millares de cabezas, se reducen en su mayor parte a lecturas y oraciones ya conocidas y repetidas muchas veces por los fieles. En este aspecto no son ni comparables con el atractivo de otros espectáculos de masas mucho más brillantes humanamente hablando, y aun así, sólo en ocasiones excepcionales se puede contabilizar por cientos de miles el número de asistentes.

Se podría objetar que estos mismos argumentos hacen sospechar que se trata de un enfoque larvadamente triunfalista de la fe, de una Iglesia que se apoya en el poder de la publicidad, y de una eclesiología de cristiandad más atenta a la imagen social que a la vida interior, al Mesías triunfante del domingo de Ramos que el siervo de Yahvé del Viernes Santo.

Confieso que este peligro me parece real, y esta objeción, nada desdeñable. De todos modos, hay que reconocer que esta valoración se presta no poco al subjetivismo y hasta a un cierto partidismo. Dentro de los estereotipos que a cada papa atribuye la opinión pública, hay quienes se sienten más identificados con unos pontífices que con otros. Si toda esta movida pastoral la promoviera aquel papa con cuya línea más se sintonizara, probablemente se encontrarían suficientes argumentos para justificar y defender esos viajes, apoyados en la respuesta de masas como un signo de acierto.

Está claro que la Iglesia -cuya etimología quiere decir precisamente convocada, y cuyo fundamento está en la comunión, la común-unión- debe reunirse, reencontrarse, visible y corporalmente, consigo misma. Por eso, en principio no solamente no me repugnan, sino que veo necesarias estas concentraciones de cristianos en asambleas de carácter festivo y celebrativo, para compartir en ciertas ocasiones la fe, la fraternidad y la esperanza en Cristo.

En cambio, lo que yo me pregunto, teniendo en cuenta sobre todo los inmensos esfuerzos -organizativos, económicos, policiales, sociales y políticos- que supone cada viaje, es si debe ser ésta la principal finalidad de las visitas de los papas a una iglesia determinada, como de hecho está ocurriendo casi siempre, con algunas excepciones como la de Santiago, donde más bien se trata de un encuentro internacional, aunque tenga lugar en una diócesis determinada.

Creo más bien que ese objetivo podrían cumplirlo perfectamente, y con unos costes mucho menores, los obispos de las iglesias locales, como ya se hace tradicionalmente en otros países, y también en España, como en los congresos sobre evangelización, la catequesis o la parroquia, en los últimos años, sin que por ello deje de estar el Papa moralmente presente, bien por medio del nuncio o por algún representante o legado expresamente para el caso.

No por ello habría que suprimir los viajes de los papas, sino que podrían tener otro enfoque, a mi juicio más provechoso, tanto para ellos como para las iglesias locales, además de menos aparatosos y costosos. En mi modesta opinión, habría que reservar estas visitas principalmente para promover la colegialidad del papa con los obispos, así como también para estimular la corresponsabilidad de los obispos con los presbíteros, religiosos y seglares.

Por poner un ejemplo práctico y mirando hacia el futuro, repito aquí una sugerencia que ya hice el año pasado en estas mismas columnas. ¿No podría celebrarse una asamblea del pueblo de Dios en 1992, con ocasión del Centenario de la Evangelización de América? Así se recogería la propuesta de la asamblea conjunta de 1971, en Madrid, formada por obispos y presbíteros, reconociendo que allí la Iglesia estaba incompleta, al faltar los religiosos y los laicos. Podría tener además la finalidad de constituir un consejo de pastoral que fuera representativo de todo el pueblo de Dios en las diócesis españolas, bajo la orientación y presidencia de la Conferencia Episcopal.

Acaso fuera el mejor modo de celebrar la efeméride de una manera más creativa que nostálgica, más de compromiso con el futuro que de recuerdos de glorias y miserias del pasado, sin que ello signifique infravalorar la necesidad de una evaluación histórica en otro contexto. Por otra parte, teniendo en cuenta que desde hace años funcionan con normalidad los cauces de participación y de corresponsabilidad en la Iglesia española, la preparación de esta asamblea es perfectamente viable en los dos o tres años que faltan.

Ocasiones así y otras parecidas, aunque no tan excepcionales, podrían ser momentos privilegiados para los viajes del Papa, con un carácter exclusivamente intraeclesial, suprimiendo todo protocolo político, con unos mínimos de séquito y de medidas de seguridad y con unos máximos de sencillez evangélica, de discreción social, de modestia eclesial y de funcionalidad pastoral.

De este modo, en vez de arrastrarle de acá para allá, casi sin respiro, en multitud de actos que se suceden con la rapidez de flashes cinematográficos, el Papa podría convivir, dialogar, reflexionar y orar durante unos días con representantes de todas las diócesis españolas, con calma y en profundidad, en un ambiente de fraternidad cristiana y de corresponsabilidad eclesial, conociendo y potenciando las orientaciones y programas de pastoral conjunta, animando así el modelo de Iglesia que renació en el Vaticano II como comunidad de hermanos en la fe y el bautismo, llena de los diversos carismas que el Espíritu Santo otorga a cada uno para el bien de todos.

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