Editorial:

El mensajero

EL COMITÉ de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos recomendó anteayer, por sólo un voto, el nombramiento de Joseph Zappala como embajador de su país en Madrid. Superado este trámite, la designación definitiva será debatida y votada en septiembre por el Pleno de la Cámara alta.Existe en los últimos tiempos un complejo debate sobre la naturaleza de la función diplomática, sobre la utilidad real de los embajadores y sobre la esencia de su carácter como representantes personales del príncipe. Se dice con frecuencia que la multiplicación y refinamiento de los medios de comunicación y d...

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EL COMITÉ de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos recomendó anteayer, por sólo un voto, el nombramiento de Joseph Zappala como embajador de su país en Madrid. Superado este trámite, la designación definitiva será debatida y votada en septiembre por el Pleno de la Cámara alta.Existe en los últimos tiempos un complejo debate sobre la naturaleza de la función diplomática, sobre la utilidad real de los embajadores y sobre la esencia de su carácter como representantes personales del príncipe. Se dice con frecuencia que la multiplicación y refinamiento de los medios de comunicación y de los contactos personales entre presidentes, ministros, jefes militares y legisladores hacen poco menos que inútil la presencia de los embajadores en una capital extranjera. Lejos de ser extraordinarios y plenipotenciarios, como rezan sus rimbombantes títulos, son funcionarios más bien corrientes que han dejado de tener autoridad para declarar guerras, firmar paces y concertar matrimonios reales. Pero en el día a día de las relaciones, en la prudencia del consejo y la inteligencia de la información, todo embajador dispone de unos instrumentos impagables para impulsar las relaciones políticas, económicas y culturales entre dos países y para evitar inútiles tensiones.

De todo ello se infiere que cualquier persona inteligente, madura y preparada puede desempeñar la función de embajador y que no es necesario que sean los profesionales de la diplomacia los que ocupen los cargos. Es cierto: un embajador es, ante todo, una persona de la absoluta confianza del jefe del Ejecutivo. En él, sin embargo, deben concurrir otras características que la simple amistad con el jefe; no son indiferentes su personalidad, formación e inteligencia práctica. Y aunque tales rasgos no sean suficientes, sí son absolutamente necesarios.

Este catálogo de requerimientos es tanto más significativo cuando se trata del embajador de la primera potencia del mundo. El propio sistema estadounidense lo reconoce así y exige nada menos que la aprobación del Senado. Una garantía que los recipiendarios del enviado debemos agradecer. Pero ¿no se trata de un mero trámite?

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En Madrid se sabe que el nombramiento de Joseph Zappala como embajador en España responde exclusivamente a su amistad con el presidente Bush y a su contribución financiera a la campaña electoral de éste. La capacidad de un empresario de la propiedad inmobiliaria en Miami que habla un poco de italiano suscita ciertas dudas. Sus primeras declaraciones ("haré todo lo que pueda para que España ingrese en la estructura militar de la OTAN") no son un modelo de habilidad. Claro que España no es la única que ha sido distinguida con un embajador que recuerda irresistiblemente a un caballo suelto por una cacharrería. El nuevo representante estadounidense en Roma, por ejemplo, ya ha tenido ocasión de ofender a la totalidad del país con sus declaraciones.

Pese a todo ello, el Gobierno español no puede tirar la primera piedra, porque, siete meses después de la llegada al poder de la Administración de Bush, mantiene en Washington a un embajador que está lejos de ser el hombre idóneo. Y no es preciso buscar a su sustituto con excesivo ahínco. Dentro y fuera de la carrera diplomática existen candidatos perfectamente cualificados para ocupar tan importante puesto.

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