Editorial:

Para evitar la quiebra

EL ESPECTÁCULO es bastante lamentable, pero aún lo es más la confusión que, deliberadamente o no, se está creando al amparo de las noticias, insinuaciones y sospechas sobre corrupción de los políticos. A esa confusión están contribuyendo quienes ponen su ignorancia o su mala fe al servicio del espectáculo y se dedican a frivolizar sobre lo que pasa. Por frivolizar entendemos alimentar los prejuicios de los sectores de la sociedad dispuestos a creer que la política en general es cosa de aprovechados, y consustancial al régimen democrático en particular la existencia de la corrupción. Prejuicios...

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EL ESPECTÁCULO es bastante lamentable, pero aún lo es más la confusión que, deliberadamente o no, se está creando al amparo de las noticias, insinuaciones y sospechas sobre corrupción de los políticos. A esa confusión están contribuyendo quienes ponen su ignorancia o su mala fe al servicio del espectáculo y se dedican a frivolizar sobre lo que pasa. Por frivolizar entendemos alimentar los prejuicios de los sectores de la sociedad dispuestos a creer que la política en general es cosa de aprovechados, y consustancial al régimen democrático en particular la existencia de la corrupción. Prejuicios sedimentados en la conciencia espontánea de la gente por años de adoctrinamiento autoritario en los que llegó a acuñarse el término politiquería para designar a esa actividad abominable. Pero, naturalmente, la frivolidad o mala fe de algunos no hubieran bastado para crear un clima de desconfianza como el que se ha instalado en la política española si no fuera porque, efectivamente, la opinión pública dispone de algo más que indicios de la existencia de conductas venales entre los políticos.La democracia se distingue del autoritarismo no porque la primera haga imposible la corrupción, sino porque el propio sistema es capaz, mediante al aireamiento de los abusos, de generar los anticuerpos que combatan esa infección. Pero para que la reacción defensiva de la democracia se produzca parece imprescindible evitar la confusión entre cuestiones diferentes. Así, no es lo mismo cambiar de ideas e incluso de partido que llevarse el escaño o cargo electo cuando tal cambio se, produce. Y, sin embargo, ambas cosas se confunden lamentablemente, según se observa, por ejemplo, en los reproches que aparecen en encuestas callejeras de radio o televisión. Y tampoco es lo mismo la sanción política que prácticas como el transfuguismo merecen que la sanción penal requerida por comportamientos específicamente corruptos.

Los principales partidos -con la excepción de Izquierda Unida- se han beneficiado en mayor o menor medida, ahora o en el pasado, de fenómenos de transfuguismo, y aparecen salpicados por las sospechas de formas diversas de corrupción política. El senador Hernández Mancha ha propuesto modificar la ley electoral de manera que todo cargo electo que abandone su grupo o partido tenga forzosamente que dejar su escaño. Paralelamente, todos los grupos parlamentarios se han mostrado genéricamente de acuerdo con una propuesta del Partido Popular para modificar el Código Penal en el sentido de extender a los cargos electos la legislación sobre cohecho y prácticas similares que ya existe para los funcionarios públicos. Ambas iniciativas deben ser saludadas como una muestra de la capacidad de reacción del sistema democrático; ello significa que los partidos han interior¡zado la sanción social expresada estos días por la opinión pública. Hasta el punto de que tal vez no sea pecar de exceso de optimismo suponer que algunos de los escándalos recientemente producidos difícilmente se hubieran dado si el debate que ahora se apunta huhiera tenido lugar con antelación.

La controversia ha de situarse en el terreno político antes que en el jurídico. Sobre el transfuguismo, la propuesta de Mancha se enfrenta a serios obstáculos constitucionales. La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el caso del concejal madrileño Alonso Puerta estableció la inconstitucionalidad del precepto de la ley de Régimen Local que hacía obligatoria la renuncia al cargo en caso de expulsión del partido en cuya candidatura hubiera figurado la persona en cuestión. Aunque tal vez podría argumentarse que no es lo mismo la expulsión que la salida voluntaria, los fundamentos de la sentencia más bien apuntan a que la expresa prohibición del mandato imperativo (artículo 67-2 de la Constitución) implica la atribución personal del escaño -y, por analogía, de cualquier otro cargo electivo- al candidato electo, y no al partido. Esa prohibición, que figura en todas las constituciones democráticas, es una garantía frente al poder de los aparatos partidistas, acrecentado en los sistemas electorales que, como el español, se basan en listas cerradas y bloqueadas. Por ello, mientras no se modifique la ley electoral -otro debate pendiente sobre el que, sin embargo, tampoco conviene improvisar de manera impresionista-, es difícil abordar la cuestión desde la perspectiva jurídica. Parece el momento de buscar el consenso en torno a fórmulas políticas que, sin forzar la Constitución, permitan evitar los efectos indeseables del transfuguismo. Por ejemplo, el compromiso de los partidos de no aceptar incorporaciones individuales procedentes de otras fuerzas.

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Respecto a la corrupción en sentido estricto, el asunto también es fundamentalmente político, pero admite plasmación jurídica. Efectivamente, no hay razón para excluir a los cargos electos, de cuyo voto pueden depender licencias, contratas, recalificaciones de terrenos, etcétera, de las mismas cautelas y previsiones de sanción que afectan a los funcionarios públicos. Pero, si tuviese fundamento la impresión de muchos ciudadanos de que, al menos en la Administración local, las comisiones bajo cuerda son una forma complementaria de financiación de los partidos -aunque no necesariamente de enriquecimiento personal-, el asunto requiere ante todo un debate político y un compromiso explícito de todos los partidos sobre las reglas del juego. Es decir, sobre la transparencia de las vías de financiación tanto como sobre las variantes posibles de soborno o cohecho. Sin olvidar que en todo hecho venal hay dos partes: los tentados y los corruptores.

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