Tribuna:

Modos del dormido

Un día en que lo normal sería extraordinario, nuestro hombre tomó el autobús para ir a la oficina. Antes olvida comprar el diario; después, contra su habitual prudencia, cruza un disco en rojo: algo está, sin duda, sucediendo.Pero también, sin duda, sucede lejos, tal vez en otra parte, porque lo cierto es que nuestro hombre está dormido, viaja en esa nube sin luz que son las grandes resacas de los lunes. Resacas de la ciudad que amanece como una moza boba, con las sábanas arrebujadas sobre el pecho y los pies al aire como dos huérfanos de amor, como dos peces, como sus manos (las de usted) cua...

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Un día en que lo normal sería extraordinario, nuestro hombre tomó el autobús para ir a la oficina. Antes olvida comprar el diario; después, contra su habitual prudencia, cruza un disco en rojo: algo está, sin duda, sucediendo.Pero también, sin duda, sucede lejos, tal vez en otra parte, porque lo cierto es que nuestro hombre está dormido, viaja en esa nube sin luz que son las grandes resacas de los lunes. Resacas de la ciudad que amanece como una moza boba, con las sábanas arrebujadas sobre el pecho y los pies al aire como dos huérfanos de amor, como dos peces, como sus manos (las de usted) cuando mira desde el balcón la misma calle que ayer también mirara.

A nuestro hombre le fascinan las conjugaciones, los tiempos de los verbos, la palabra que se escribe o se habla con naturalidad, que va y viene en el tiempo (siempre imaginario) como un bajel en el mar de la memoria. Así, ve qué fácil, al pasar ante el edificio de Correos, cuando éste ya se pierde en la película narración del autobús, nuestro hombre musita: fuese. Y el arcaísmo, el viejo mecanismo de los hombres para nombrar recibe el nuevo fotograma de una mujer que apresura su cuerpo en el frío de la calle, y nuestro hombre conjuga: vienes. El verbo requiere el aleatorio favor de un disco cerrado para verla cruzar, para desear que mire, que nos reconozca como un rostro del día, y aparecer, aunque sea de último extra, en las imágenes de su despertar. Ella no mira. Pasa como frío resplandor y al fin fuese al olvido de la ciudad y al olvido del verbo. Daniel abandona la tensa luz que atraviesa la ventanilla del autobús, deja su cámara que enfocaba la laguna verde del Retiro y sonríe su propio divertimento como un chiquillo, como un solitario, como un loco tal vez feliz. Filma en su interior, persigue en su imaginación a aquella mujer que, de otra forma, escaparía de su vida para siempre: la ve cruzar, mirar de reojo algún peligro tras el autobús y, ya segura, alcanzar la acera del bulevar, donde duda un instante ante el quiosco de revistas.

Filmaciones

Podría ser un plano interesante. Avanza, toma en sus manos un magazine multicolor y, con cierta parsimonia, impropia de su anterior celeridad, mira las caras luminosas, los anuncios, ocasión que aprovecha Daniel para iluminar su rostro y mostrarse los ojos que tanto deseaba ver. Azules, sí, pero también cansados: demasiado rimel pretende asegurar alguna intensidad a la mirada. En una cabeza hermosa, el pelo rubio contrasta con el cuello de su abrigo negro, y los bucles no muy grandes tienen una estudiada inocencia. Al inclinarse para recoger un periódico, que al fin compra, pudo ver su cuello, la mano retenida al entregar las monedas, y..., capricho de director, la abandona para enfocar al quiosquero, que la ve alejarse con no disimulado deseo en sus ojos. Ojos, por lo demás, estúpidos, como el botón suplente que solían llevar las chaquetas oculto en la solapa.

La brusca parada del autobús le hace despertar de su ensueño, levantar la mirada y ver con resignación el edificio donde pasará el resto del día. En su reloj son las 8.35. Sobre el puente que atraviesa el bulevar la gente va con prisa, y el sol tímidamente se decide a aparecer sobre los ruidos y las fobias.

Decide atender la carpeta de documentos que está desde el viernes sobre el archivo. Entonces, por primera vez, siente desde su estómago una ola cálida que pasa a la cabeza y a los hombros. Respira profundamente, y los restos de la ginebra y del sueño parecen calmarse, aunque sabe que estarán ahí agazapados todo el día, como un amigo al que hubiera invitado a dormir. Ya no se le ocurren verbos, ni en los ángulos de su despacho puede imaginar mayor ventura que la entrada de Amalia y su carrito del café. Está oficialmente despierto. Abre la carpeta y lee el epígrafe: "Normas para el control computadorizado del sueño". Al elevar la vista, sus ojos ya desprovistos de objetivo, encuentran tras el ventanal la misma valla publicitaria de ayer, el -mismo eslogan: "Date un respiro". Una foto fija, eso que llaman algunos la realidad.

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De regreso a casa adquiere el olvidado periódico. Avanza con él como pantalla sorteando gentes y titulares que se repiten anodinos y tiernos como la costumbre de vivir. En uno, encalla: "Mujer muerta en extrañas circustancias". Una maldita fotografia mostraba el cadáver de una mujer rubia, con abrigo negro cuyos bucles descansan sobre una mancha de sangre. Alguien que se negó a despertar había concluído su historia.

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