Tribuna:

Lluvia

Estoy enjaulado en la habitación de un lujoso hotel de Zúrich, dando vueltas toda la tarde sobre una alfombra persa, y a veces aparto la cortina de terciopelo para mirar la calle. Sin sorpresa alguna descubro que en la calle está cayendo una mansa lluvia de dólares , mientras sale por el televisor una catástrofe lejana con cadáveres que parecen dibujos animados. Hay en la ciudad un silencio de caja fuerte y el orden del mundo gira alrededor del anuncio de un batido de chocolate. Bala una amorosa cabrita por el hilo musical. Fluyen por el vestíbulo traficantes de armas, príncipes anónimos, fina...

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Estoy enjaulado en la habitación de un lujoso hotel de Zúrich, dando vueltas toda la tarde sobre una alfombra persa, y a veces aparto la cortina de terciopelo para mirar la calle. Sin sorpresa alguna descubro que en la calle está cayendo una mansa lluvia de dólares , mientras sale por el televisor una catástrofe lejana con cadáveres que parecen dibujos animados. Hay en la ciudad un silencio de caja fuerte y el orden del mundo gira alrededor del anuncio de un batido de chocolate. Bala una amorosa cabrita por el hilo musical. Fluyen por el vestíbulo traficantes de armas, príncipes anónimos, financieros decrépitos seguidos por bellos asesinos, muchachas de plástico que han hecho nido debajo de un millonario. Por el cristal de la ventana siguen cayendo billetes hasta cubrir el césped de los jardines y también el asfalto por donde pasan cochazos con familias sonrosadas. Nadie se detiene a recoger el dinero, y éste, llevado por las ráfagas de viento forma montículos junto al tronco de los árboles, se enreda en los pies de los viandantes, vuela en bandadas como las palomas a la altura de los tejados. En la pantalla del televisor cuatro muertos se acaban de ahogar dentro de un batido de chocolate.Es espléndida la tarde en Zúrich. Luce el sol y llueven dólares con tenacidad y mansedumbre sobre: la calzada. Desde la habitación veo a un vagabundo que toca el violín en una esquina. El nivel del dinero le llega ya a la cintura después de cubrir a un perro y el estuche del instrumento que tenía abierto en la acera para recoger limosnas, y los remolinos de billetes amenazan con taparlo por completo, aunque el mendigo hace sonar un vals todavía sin inmutarse. Mientras la pantalla del televisor continúa arrojando un río de chocolate que arrastra a algunas víctimas hasta dejarlas sobre la alfombra persa, la lluvia de dólares en la calle arrecia y ningún coche se atreve a detenerse. Los peatones comienzan a huir en desbandada saltando las charcas y desde lejos las ambulancias vienen sonando. Creo que sobre Zúrich se cierne una tragedia, pero yo no me atrevería a asegurar en qué consiste.

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