BAJO LAS BOMBAS

Perico

Viví dos años en Líbano. Cuando llegué había guerra, terrorismo y un pueblo haciendo mílagros para vivir como si tal cosa. Cuando me fui seguía igual, sólo que todo estaba aún más revuelto y la gente un poco más cansada. Durante ese tiempo, Pedro Manuel de Arístegui, Perico, fue mi amigo.En las temporadas altas de secuestros yo iba a refugiarme a la Embajada de España y desde alli enviaba mis crónicas; muchas veces, Perico me invitaba a recorrer las distintas taifas del país en su Mercedes blindado. Finalmente, una mañana blanca como la nieve en las montañas el embajador celebró ...

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Viví dos años en Líbano. Cuando llegué había guerra, terrorismo y un pueblo haciendo mílagros para vivir como si tal cosa. Cuando me fui seguía igual, sólo que todo estaba aún más revuelto y la gente un poco más cansada. Durante ese tiempo, Pedro Manuel de Arístegui, Perico, fue mi amigo.En las temporadas altas de secuestros yo iba a refugiarme a la Embajada de España y desde alli enviaba mis crónicas; muchas veces, Perico me invitaba a recorrer las distintas taifas del país en su Mercedes blindado. Finalmente, una mañana blanca como la nieve en las montañas el embajador celebró en el palacio del emir Chehab mi boda con Micaela, su secretaria personal.

En ocasiones granizaba hierro y fuego alrededor del palacio cuyos muros, de un metro de espesor, temblaban como cristal Bohemia. El embajador y su familia, los empleados de la legación y los periodistas compartíamos alfombras y sofás en las partes interiores de los salones bajos. Aún no se había construido el refugio subterráneo.

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Recuerdo que los obuses sonaban en nuestros corazones como lúgubres aldabonazos y que pronto superábamos la fase del miedo para alcanzar la profunda y duradera del fastidio. Pero siempre, a la mañana siguiente, el palacio del emir Chehab volvía a sonreír bajo un sol espléndido, con algunos nuevos agujeros y sin la mitad de cristales, aunque conservando su mirada de águila sobre Beirut, sus palmeras y sus salas ojivales sombrías y frescas.

"Pasa, simpático". Arístegui levantaba su corpulenta humanidad del sillón para dar la bienvenida. Tenía ojos azules como mares que gustaba surcar en barco de vela y barba blanca y afilada como un personaje de El Greco. Solía despachar en traje tenis y sudando como si fuera por el quinto set. Señalando una inerte rejilla de la pared, explicaba: "El aire acondicionado funciona, una vez más".

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Su espíritu se perdía con frecuencia en insondables meditaciones. Luego regresaba, y ya no había quien detuviera su exuberante verbo. Sus experiencias de embajador en Nicaragua y de gobernador civil en Guipúzcoa se mezclaban con chistes picante maldiciones contra los burócratas de Occidente, que no entendían nada de las complejidades de Oriente Próximo.

Perico se había casado con una libanesa y luchaba por evitar el cierre de la embajada en el país de los cedros, donde seguían viviendo un par de centenares de españoles. Eso le hacía muy popular en ambos Beirut. Le gus ba pasear por las ruinas en su tente moto alemana y era un gran aficionado a las armas. Jamás desprendía de una pistola, y su dormitorio, un kalashnikov reposaba al lado de la pila ejemplares de Vogue de Yuma. Era muy español, pero había decidido compartir el destino de su país adoptivo con el coraje de un aventurero antiguo. Le asesinaron las bandas de Siria o de al no de sus lacayos, empecinados en triturar los últimos restos independientes de Líbano.

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