Cartas al director

Chicago, años veinte

Domingo 19 de febrero de 1989. Madrid en calma. Primera hora de la mañana. La ciudad descansa. Pero no todo es paz. La batalla va a comenzar. El campo de combate se encuentra cerca de la plaza de Cibeles, entre Los Madrazo y Jovellanos, esto es, en el teatro de la Zarzuela.Una cola infinita de personas espera la apertura de las taquillas para obtener localidades para la representación de la ópera Rigoletto, con la participación estelar de Alfredo Kraus. En la cabeza de la interminable cola, un nutrido grupo de jovenzuelos llenos de harapos y pulgas guardan el turno a su manera. U...

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Domingo 19 de febrero de 1989. Madrid en calma. Primera hora de la mañana. La ciudad descansa. Pero no todo es paz. La batalla va a comenzar. El campo de combate se encuentra cerca de la plaza de Cibeles, entre Los Madrazo y Jovellanos, esto es, en el teatro de la Zarzuela.Una cola infinita de personas espera la apertura de las taquillas para obtener localidades para la representación de la ópera Rigoletto, con la participación estelar de Alfredo Kraus. En la cabeza de la interminable cola, un nutrido grupo de jovenzuelos llenos de harapos y pulgas guardan el turno a su manera. Unos duermen en sacos, entre cartones, cervezas difuntas y alguna jeringuilla, perdida; otros escuchan en grandes aparatos de radio un sinfín de ruidos incompatibles con Verdi. Que nadie se llame a, engaño: su urbana acampada no responde a una pasión ilimitada por la ópera, sino al interés de recibir una suma como recompensa, tras devolver la entrada al coordinador de la empresa de reventa. Así, sucesivamente, la mencionada empresa se hace con todas las localidades, revendiendo después las entradas al doble o al triple de su valor. Un cartel en taquilla indica, inútilmente, que sólo se entregarán dos billetes por persona.

Desde aquí solicito a las autoridades administrativas, policiales y políticas que arreglen con urgencia el problema de la reventa, que en esta temporada de ópera está llegando al límite de la corrupción más absoluta. Si esto no fuera así, los verdaderos aficionados a la ópera, o los que quiern conocerla, nos veremos en la necesidad de emplear los medios de defensa convenientes para impedir que estas prácticas -que nada tienen que envidiar a los usos mercantiles del Chicago de los años veinte- tripliquen el precio oficial de las entradas en taquilla.

Todos sabemos quiénes son los revendedores. Conocemos sus caras. La paciencia tiene un límite-

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