Tribuna:

El valor de un cero

Es curioso que de la conjunción de dos números rectos, el 1 y el 4, resulte el número curvo, redondo -no hay juego de palabras por excelencia: el 0. Un número que no supone un valor nulo, una ausencia de valor -sólo es así cuando está situado a la izquierda, y conste que tampoco ahora hay juego de palabras-, sino más bien una modificación del valor de cualquier otro número, tanto si lo multiplica por 10 como si lo divide por 10, tanto si añade como si resta. Pues bien, ese valor en suspenso es el que para mí tiene la pasadajornada del 14-D.El país paró casi totalmente, es cierto....

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Es curioso que de la conjunción de dos números rectos, el 1 y el 4, resulte el número curvo, redondo -no hay juego de palabras por excelencia: el 0. Un número que no supone un valor nulo, una ausencia de valor -sólo es así cuando está situado a la izquierda, y conste que tampoco ahora hay juego de palabras-, sino más bien una modificación del valor de cualquier otro número, tanto si lo multiplica por 10 como si lo divide por 10, tanto si añade como si resta. Pues bien, ese valor en suspenso es el que para mí tiene la pasadajornada del 14-D.El país paró casi totalmente, es cierto. Pero, a mi modo de ver, eso no demuestra en absoluto -con lo que disiento en ese punto, no en otros, del editorial que este periódico dedicó al tema el día 15- "la capacidad de movilización de los ciudadanos por parte de las centrales sindicales". El éxito de la convocatoria ha tocado sin duda al Gobierno, por decirlo en términos de esgrima. Pero ¿cuál ha sido el contenido de ese éxito, al que han contribuido codo a codo votantes de AP, Herri Batasuna, CDS, Izquierda Unida, Convergència, PNV, etcétera, así como alguno que otro del propio PSOE? Porque si las direcciones de los partidos políticos han mantenido una actitud cuando menos ambigua, sus respectivos electores, no.

Secundar el paro

¿Son homologables las razones del cabreo que han llevado a unos y otros a secundar el paro? El resultado de tal coincidencia de cabreos fue esa jornada pacífica y boba, una especie de domingo sin tele ni fútbol ni espectáculos, de saludable efecto purgante de no ser porque el vacío informativo nos remitió a todos de algún modo, contra toda evidencia y aunque sólo fuese por un instante, a remotas sensaciones experimentadas el 23-F.

¿Y el resultado de ese resultado? Pues una evidente llamada de atención al Gobierno y la desaparición, provisional o no a partir del 15, de aquel otro 0: el círculo vicioso que la publicidad proponía remper con las medidas de prorrioción del empleo juvenil. Pero que el año de la huelga seguirá siendo 1934, y no 1988, es algo que para mí está más que claro.

Una fecha concreta remite fácilmente, en la memoria, a otra fecha concreta. En lo que a mí concierne, el 14 de diciembre me ha traído a la memoria otro 14, el de enero de 1957. Con medios más que precarios -los propios del tiempo, una multicopista y mucho entusiasmo-, los barceloneses habian sido convocados a un boicoteo total a los tranvías, con el pretexto de un determinado aumento de tarifas. A primeras horas de la mañana, los cuatro gatos que habíamos organizado el boicoteo creíamos estar soñando: los tranvías de la ciudad estaban en circulación, como de costumbre, sólo que sin un mal pasajero dentro. El éxito del boicoteo a los tranvías -la huelga de tranvías, como era llamada popularmente, tal vez por su similitud formal respecto a unos acontecimientos más complejos ocurridos cinco años antes- quedaba fuera de duda. Pero una errónea interpretación y valoración de los hechos -junto con grandes dosis de subjetivismo- por parte de la dirección del partido comunista de por aquel entonces está en la raíz de los grandes fracasos cosechados posteriormente -jornada de reconciliación nacional; huelga nacional pacífica, la famosa HNP de la que habla Federico Sánchez- y, a la larga, de las sucesivas fragmenlaciones experimentadas por ese partido, en el propio límite de su total disolución. Y es que en 1959, por ejemplo, el mismo empleado, el mismo obrero que no había subido al tranvía en 1957 por puro cabreo, tenía ya la cabeza en otra parte, dando vueltas a la idea, probablemente, de comprarse un seiscientos. Sería una lástima que los sindicatos no comprendieran ahora la lección, que no cayeran en la cuenta de que, a partir de ahora, en cualquier eventual futura huelga, los participantes serán menos, tanto menor el número cuanto más se prolonguen y prodiguen los gestos reivindicativos y la opinión pública se vaya situando en contra. En los puntos de inflexión del poder sindical, en el origen de sus fases de declive, encontraremos casi siempre, entre otras cosas, una huelga mal calculada.

Moderada rentabilidad

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Los probables efectos negativos de un invierno caliente -desempleo, inflación- afectarían, por otra parte, de forma desigual a los dos principales sindicatos. Y es que del mismo modo que la jornada del 14 tocó al Gobierno sin favorecer a los partidos de oposición -aunque tal vez ni ellos mismos lo sepan-, excepción hecha de Izquierda Unida, la conflictividad laboral podría no sólo no perjudicar a Comisiones, sino, desde un punto de vista político, dada su relación con Izquierda Unida, resultarle moderadamente rentable. No había más que ver a Camacho apareciendo en pantalla en vísperas del 14, alborozado como un osito de felpa. Y quien dice Camacho, dice Antonio Gutiérrez, a quien sólo los ojos traicionan su expresión de buen chaval, de chico sincero y majísimo. Y en verdad no había para menos: Kerensky proponiendo a Lenin organizar una huelga para octubre -noviembre, según nuestro calendario, y, más concretamente, para el día 6-Claro que ni Redondo es Kerensky, ni Camacho, Lenin. Kerensky, por su parte, tampoco era un Napoleón, por mucho que bajo esa apariencia nos lo mostrara Eisenstein en su Octubre; Kerensky era, si se quiere, un diputado girondino, un Danton a lo sumo, cuellos condenados de antemano, en cualquier caso, por la guillotina de la historia. El verdadero Napoleón de la película era una persona mucho más próxima a Eisenstein y, como todos sabemos, se llamaba Stalin. Pero no dramaticemos. Para dramatizar por anticipado se bastaba esa compleja personalidad que fue Antonio Amat, a quien, como socialista y como vasco, tuvo que conocer, me imagino yo, Nicolás Redondo.

En 1960, Antonio Amat y yo coincidimos en Carabanchel, donde compartíamos la misma celda. "Esos amigos tuyos", recuerdo que me dijo un día, "están muy equivocados si creen que les van a salir bien esas huelgas generales que convocan cada dos por tres. Este tipo de cosas sólo contará con posibilidades de éxito cuando tengamos un régimen democrático. Y, para entonces, lo que yo quisiera ser es director general de Seguridad". Palabras fuertes, sí. Y pesimistas. O mejor: amargas. Incluso consideradas en el contexto en que fueron dichas: un contexto, si no dramático, tampoco especialmente cómico: 1960, una celda de la tercera galería. Aunque también hay que considerar que lo que Amat tenía in mente era una huelga como la de 1934.

Escribo estas líneas el 17 de diciembre, sin tener la menor idea, como es obvio, de las decisiones que pueda tomar el Gobierno, de las conversaciones que pueda entablar con los sIndicatos y la patronal, de los cauces por los que discurran esas conversaciones, de los resultados que se obtengan. Si favorecen el empleo y el bienestar social, el cero que atribuí al principio a la jornada del 14 habrá contribuido sin duda a engrosar la cifra final de ese resultado. Pero sería de desear que, paralelamente al diálogo, se desarrollase una adecuada definición de papeles y, sobre todo, una clarificación de ideas. El obrero de hoy, en los países occidentales, tiene poco que ver no ya con el obrero de la época en que país por país fueron siendo creados los sindicatos, sino con el obrero de hace sólo 30 años.

Los cambios experimentados por la sociedad en todos los órdenes son todavía mayores y se aceleran progresivamente, obligándonos a considerarlos no ya por décadas, sino por años y hasta por meses. ¿Han sido debidamente asumidos esos cambios por las organizaciones sindicales españolas, a las que todavía les luce de cuando en cuando algún que otro girón -sigue sin haber juego de palabras- de verticalismo en las maneras? Porque nos encontramos ante una variante más de las llamadas crisis que estamos viviendo. La del cine, por ejemplo: lo que está en crisis no es el cine, sino los cines. El mejor ejemplo de ello lo tenemos en el multicine, ese combinado de pequeñas salas de proyección que ha sustituido a lo que anteriormente era un cine. Y supongo que los pocos grandes cines que subsistan tendrán en el futuro un rango similar al de un teatro de ópera. Cuando la gente quiera ver películas se acercará a un videoclub. De hecho, ya lo está haciendo.

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