Tribuna:

Noviembre

Hay una fotografía de Antonio Gálvez en la que aparece una niña asustada bajo la mirada tranquila de tina vieja llena de arrugas. Recuerdo otra del propio Gálvez en la que se muestra sin afeites el rostro surcado de la escritora Marguerite Duras. Las fotos son antiguas, y cada vez que surgen en el cajón desordenado de la memoria se convierten en una metáfora de la edad: cómo va pasando, por qué se instala de ese modo en la cara, por qué cambia la pigmentación de las manos, y por qué camina siempre en la misma dirección, como una escapada digna de la insolencia del tiempo.La propaganda textil r...

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Hay una fotografía de Antonio Gálvez en la que aparece una niña asustada bajo la mirada tranquila de tina vieja llena de arrugas. Recuerdo otra del propio Gálvez en la que se muestra sin afeites el rostro surcado de la escritora Marguerite Duras. Las fotos son antiguas, y cada vez que surgen en el cajón desordenado de la memoria se convierten en una metáfora de la edad: cómo va pasando, por qué se instala de ese modo en la cara, por qué cambia la pigmentación de las manos, y por qué camina siempre en la misma dirección, como una escapada digna de la insolencia del tiempo.La propaganda textil reivindicó hace años la belleza de la arruga, pero era. evidente que aquella defensa se quedaba en el ámbito estricto de la piel y se limitaba a señalar lo que resulta superfluo porque es sólo lo que el hombre se pone para resaltar su tersura. A los humanos les sientan bien, las canas, una venganza venial de la edad, y con esa caricia se consuela a los canosos. Pocos se refieren con elogio a las grietas progresivas de la piel, acaso porque mientras que las canas las tiene cualquiera, y a cualquier edad, las arrugas suponen una denuncia obscena del paso del tiempo, un espectáculo tan obvio como la evidencia del embarazo.

Raimon tiene una canción en la que asegura que del hombre siempre mira las manos. Las manos de los que ya han superado la edad de la tersura van mostrando en sus surcos y en sus lunares una especie de reconocimiento de la melancolía, el sentimiento que la piel se empeña en poner de manifiesto a medida que pasan los años. No hay modo de detenerlo. Lo han intentado en todos los cuarteles de la medicina estética, y el tiempo siempre gana la batalla. Carlos Fuentes tiene hoy sobre el escenario del teatro María Guerrero de Madrid la crónica lúcida de una lucha desigual de dos divas contra la presencia solemne de la vejez y del olvido. No hay nada que hacer: contra el descaro de la edad ellas usan la metáfora de la locura. Ni así eliminan las arrugas, porque, como el paso del tiempo, ese surco con el que nos miran las manos de los viejos es un surco absolutamente imborrable.

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