Tribuna:VIAJEROS DE VERANOMITROPA / 4

El cuadrilátero

El árbitro de Europa ha de tener en sus manos el cuadrilátero de Bohemia. La recíproca no es cierta; no se puede decir que quien tenga o haya tenido en sus manos el cuadrilátero de Bohemia será o ha sido el árbitro de Europa. Pero la proposición directa, establecida por los Habsburgo en el siglo XVI, y al pie de la letra obedecida por Wallenstein, Gustavo Adolfo, Luis XIV, María Teresa, Napoleón, Bismarck, Hitler y finalmente Stalin, deja lugar a pocas dudas acerca del destino geopolítico del cuadrilátero de Bohemia, un territorio tan elegante y discretamente separado de sus vecinos que sólo c...

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El árbitro de Europa ha de tener en sus manos el cuadrilátero de Bohemia. La recíproca no es cierta; no se puede decir que quien tenga o haya tenido en sus manos el cuadrilátero de Bohemia será o ha sido el árbitro de Europa. Pero la proposición directa, establecida por los Habsburgo en el siglo XVI, y al pie de la letra obedecida por Wallenstein, Gustavo Adolfo, Luis XIV, María Teresa, Napoleón, Bismarck, Hitler y finalmente Stalin, deja lugar a pocas dudas acerca del destino geopolítico del cuadrilátero de Bohemia, un territorio tan elegante y discretamente separado de sus vecinos que sólo con la vista en el mapa, donde las cadenas de colinas se representan como cordilleras, se puede asimilar a un glacis. De suerte que haciendo Bohemia un papel protagonista en todos los conflictos de Europa, jamás Praga ha sido asolada y visitada por Belona porque su destino ha sido ser ocupada. Excepto por Gustavo Adolfo, que sólo consiguió cruzar el Moldava para ser detenido ante la puerta de Malá Strana del puente Carlos, tenazmente defendido por los imperiales desde las mismas troneras donde hoy, los sábados por la tarde, hace sonar sus instrumentos un cuarteto de viento para saludar a los penúltimos ocupantes e invasores, los turistas de mochila y camiseta.La última ocupación militar de Praga la culminaron los tanques soviéticos en 1968, para cancelar la famosa primavera y derribar el régimen de Dubcek sin disparar un tiro. La anterior la había protagonizado la generación anterior de aquellos blindados, uno de cuyos ejemplares, el número 23 de la División Lelyushenko, ha sido elevado al podio de la gloria en la plaza de los Tanquistas Sovieticos; la ocupación alemana se llevó a cabo, como consecuencia de los acuerdos de Múnich, en marzo de 1939 por un par de divisiones motorizadas -recibidas con maldiciones y puños crispados-, que no tuvieron necesidad de disparar un tiro para llegar hasta el castillo donde Hitler durmió la noche del 15. La anterior, la también pacífica ocupación de los aliados en 1919, tenía por objeto preservar los primeros días de la recién nacida república, desmembrada del viejo imperio. No es de extrañar, así, que tanta y tan periódica ocupación pacífica del territorio más central y europeo de Europa haya marcado a Praga con un sello propio, con un carácter tan particular que se distingue de cualquier otro porque no se parece a sí mismo. Lo cual, ni mucho menos, quiere decir que carece de carácter; tiene más carácter que sí hubiera conservado su carácter, y ya no lo podrá modificar la próxima ocupación pacífica del cuadrilátero de Bohemia ni si la historia se decide a sonreír a la república, la cesación de las pacíficas ocupaciones del mencionado cuadrilátero.

Estar en el centro y constituir el punto de mira del hombre llamado a regir los destinos de Europa -por dos décadas, a lo sumo-, por fuerza ha de ser cómodo y molesto, tranquilizador e inquietante. Una situación que amenaza con la alienación y una vez alcanzada borra cualquier otro rasgo. Un cierto determinismo de mala especie me lleva a pensar que no en balde nace en Praga el escritor menos costumbrista y localista del siglo, el que con más tenacidad huye de todo colorido y sabor local, e incluso se niega a dar nombre propio a su protagonista, para hacer más impropia su identificación. Si algo debía odiar Kafka es eso que ahora se llama, ad nauseam, las señas de identidad, algo que siempre es necesario buscar, no sin cierto patetismo, que quien se propone encontrarlo lo pierde para siempre y sobre lo que una persona educada no debería hablar jamás. Las autoridades culturales del régimen de Gottwald, no tan ciegas como para no ver la profética amenaza que la obra de Kafka arroja sobre toda sociedad burocrática, no le perdonarían su indiferencia ante la realidad nacional -en la que tanto se empeñaron Neruda (Jan), Smetana o Dvorak, tan ensalzados por aquéllas-, algo así como reprochar a Herrera que no construyera un monasterio de adobes y albardas o a Beethoven que no se dedicara exclusivamente a las danzas alemanas. Pero lo tienen que aceptar, aunque sea a regañadientes: le erigen un busto y le dan su nombre a una calle, pero no lo publican -si acaso, una antología para conmemorar un cincuentenario-, y menos aún en la lengua en que escribió.

Si algo tiene carácter en este siglo es la literatura de Kafka que, como no podía ser de otra manera, influido por el carácter de Praga, supo dejar su ciudad a un lado para hipostasiarla en una realidad inédita, no vista por nadie hasta entonces. La circunstancia de un relato de Kafka se da hoy en cualquier lugar del mundo, pero en Praga sigue siendo más genuina, más inmutable, más secreta. La burocracia se ha perfilado y encastillado dentro de un baluarte político con nombre propio, que deja muy poco espacio a la libertad de movimientos, y la última ocupación pacífica de Praga se ha producido desde dentro. De esa forma no será ya el horribre fuerte de Europa -muy probablemente no habrá madre que lo engendre- el que terminará con ella; si tuvieran conciencia y llevaran hasta sus últimas consecuencias su devoción a la realidad nacional -practicando con más asiduidad el deporte nacional- los propios burócratas podrían acabar con ella por el expeditivo procedimiento de la defenestración.

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Praga huele a cerrado. Cuatro pasos a trasmano de los itinerarios turísticos de Malá Strana, Hradcany o Staré Mesto son suficientes para introducirse en una ciudad hermética y decrépita, que no asoma al exterior y no se deja ver por el visitante. Dos calles bastante concurridas están enlazadas por un oscuro pasadizo en túnel, que en su centro se abre a un patio de vecindad con todos los elementos denotativos de un hábitat de antes de la guerra: ennegrecidos cables eléctricos de trenza sobre palomillas de porcelana; una ropa que, puesta a secar, muestra sin paliativos la usura del tejido; el portal comido por la humedad, y un grifo de mariposa amordazado con una cuerda El pasadizo se cierra de noche con una puerta barroca de nogal tallado, completamente astillada, provista de un cerrojo de traza renacentista que, bruñido y aceitado, podría figurar en el lugar de honor de la vitrina de un anticuario de lujo.

En la calle Prokopská, en Malá Strana, todas las casas ostentan un pequeño escudo, un motivo que se repite en buena parte de la edificación antigua de la ciudad. No son nobiliarios, ni indicativos de clase o estamento social, aunque, por supuesto, sus casas pertenecieron a una burguesía que vivía en las mejores condiciones urbanas de la época. Son tan sólo signos de un motivo familiar que, además, cumplían una función referencial y postal, anterior a la numeración del caserío, para la identificación del caserío: La casa de la Virgen bajo las cadenas, de la rueda dorada, de la corona francesa, de los dos soles, de los magos. En la del Unicornio, en la plaza Lazenská, muy cerca de la iglesia de los Caballeros de Malta, se alojó Beethoven en su viaje en 1796. En Praga conoció al príncipe Lichnowski -que se ría uno de sus mecenas-; allí irritó a algunos oyentes, "por la fogosa independencia de su invención y de su ejecución", y allí asombró al compositor Tomásek, considerado el mejor técnico de Bohemia. "Su barba de varios días acentuaba el color oscuro de su tez y en los oídos llevaba algodón en rama impregnado de un líquido amarillento. Echó de ver sus manazas cubiertas de vello y sus aplastados dedos; pero en cuanto se puso a improvisar ya no vio más que su alma".

Cerca de Lazenská se halla la isla de Na Kampé o Kampa, la Venecia de Praga, donde algunos modernos celebran su homenaje particular a John Lennon, que las autoridades, no decididas a prohibirlo, tratan de disimular borrando periódicamente los grafiti que cubren los muros de la plaza, la conocida faz del músico -un Jescuristo con lentes-, y extrañas alusiones que escapan a mi erudición: "Champman no! Clt in heaven". Uno en checo dice: "Borrarán el letrero, pero la idea queda". "Todas las calles del barrio son curvas y laberínticas, un rasgo muy característico de Malá Strana y que le otorga un sabor propio, muy distinto, al resto de Praga", asegura mi acompañante. "No veo en ello nada de particular; todos los trazados antiguos son curvos y laberínticos", le respondo. "Pero no aquí; vea la diferencia con Staré Mesto, de calles amplias, cortas y rectas. Ese trazado curvo", añade, "obedece a un plan táctico, para evitar las enfiladas y dificultar los disparos de saeteros, ballesteros y fusileros". "Una dificultad tanto para el agresor como para el defensor", me permito argüir. "Aquí sólo ha disparado, desde siempre, el invasor", me dice para cerrar la breve discusión. Una afirmación, me digo, que no concierta con la larga teoría de las ocupaciones pacíficas de Praga. Pero es cierto, aquí se limitan a defenestrar.

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