Tribuna:

Agosto el asfalto

Felices los que quieren y desgraciados los que se tienen que quedar en el mes de agosto en Madrid. Para el autor, lo fundamental en estas fechas es no quedarse de vacaciones, sino tener unas horitas para el trabajo y otras para todo lo contrario. El veraneante de meseta oscila entre la euforia matutina y la envidia nocturna, pero al menos no malvive y no malcome.

El mes de agosto es un compendio de sensaciones contradictorias para los que, por una u otra razón, nos quedamos en Madrid. Se experimenta una cierta sensación de envidia de los que se han ido, suponiéndoles desmadejados sobre ...

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Felices los que quieren y desgraciados los que se tienen que quedar en el mes de agosto en Madrid. Para el autor, lo fundamental en estas fechas es no quedarse de vacaciones, sino tener unas horitas para el trabajo y otras para todo lo contrario. El veraneante de meseta oscila entre la euforia matutina y la envidia nocturna, pero al menos no malvive y no malcome.

El mes de agosto es un compendio de sensaciones contradictorias para los que, por una u otra razón, nos quedamos en Madrid. Se experimenta una cierta sensación de envidia de los que se han ido, suponiéndoles desmadejados sobre una hamaca, en una playa paradisiaca, bajo una sombrilla y con un libro en las manos, arrullados por el mar, refrescados por la brisa y mirados de reojo por tres rubias finlandesas, un albino enrojecido y un fotógrafo nipón. Pero también se tiene la sensación, a veces como producto de una euforia depresiva, a veces por sabiduría y experiencia, de que el pobre veraneante se limita a regatear, en una playa atestada, entre los niños y las celulitis, que malcome, malvive y envidia año tras año a los que nos quedamos en Madrid. Pensándolo bien, en agosto, las playas del Mediterráneo son una fiel reproducción de lo peor de Madrid, incluso con más incomodidades, y con la única contrapartida de unos metros de playa en los que cocerse al sol y bañarse en aceite de coco.Otras sensaciones embargan a los que agostan su agosto en el asfalto de la gran ciudad. Una cierta tristeza renace cada atardecer, la hora en que más se siente la envidia de los que se han ido, justo lo contrario de lo que pasa al alboreo, en el que la alegría inunda por haber tomado la decisión de quedarse. El resto del día, unos en el trabajo, otros en la piscina o en casa, apenas si notan el mes que se vive si no fuera por el mutismo del teléfono y el silencio nada común del desierto que en la sobremesa se convierte la ciudad.

Tiene sus ventajas quedarse en Madrid. La principal es que uno se da cuenta de que en esta ciudad somos demasiados. Uno mira a su alrededor y comprueba que casi todos los amigos y conocidos han salido de estampida en cuanto sonó el pistoletazo del día uno. Luego se rebusca en la agenda y la señal de llamada se desgañita sin que al otro lado del teléfono nadie descuelgue para contestar. Por fin se acerca uno a los lugares de costumbre y sólo reconoce a algún camarero y un rufillo de provincias de paso por Madrid. Y, sin embargo, la ciudad sigue llena de gentes y coches, de ruidos y tráfico, de paseantes más pausados, eso sí, que colman las calles. ¿Cómo es posible, medita uno, que habiendo tantos se hayan ido tantos? ¿Y cómo cabemos en invierno? Un misterio a resolver a la hora de la siesta, aprovechando la ausencia de la vecina de enfrente. Quedarse para reflexionar: he aquí una buena razón.

También es bueno quedarse por el mero afán de molestar al prójimo. Podremos decir, con la cabeza muy alta, que irse de vacaciones en agosto es propio de horteras y de tenderos, aunque luego nos digamos por lo bajito que cuándo coño se va a veranear si no es cuando más calor hace, si no es cuando los niños tienen las vacaciones escolares y cuando en la ciudad no se puede comprar ni un cupón de la ONCE, sin mencionar el que el veraneo es, por definición, propio del verano. Pero puestos a fastidiar, la faena se redondea yéndose unos días en septiembre, cuando hay menos gente, es todo más barato y uno vuelve moreno cuando los demás ya están blancuchos, después de las dos primeras duchas, que el tueste no da para más. Y por si faltara algo, tiramos del refranero para repetir el apotegma que nos enseñaron desde chiquititos: "Que sepas, fulanito, que en agosto, frío en el rostro".

Pero hay otras verdades que no sería justo silenciar. En Madrid, en agosto, pocos se quedan porque quieran. Los hay, desde luego, pero la inmensa mayoría lo hace porque no tiene más remedio. La prueba más evidente es que los fines de semana, y no digamos ya el minipuente del día 15, Madrid es un erial. Si a lo largo de todo el año tienen fama las deprimentes tardes del domingo, en agosto resulta enfermizo todo el fin de semana. En Madrid agostean los pocos que quieren, los muchos que no pueden hacer otra cosa, por exceso de trabajo, por escasez de dinero o por otros motivos de variada naturaleza, y algunos otros que no tienen costumbre de salir, los más mayores por lo común, que aseguran que nunca lo han hecho y ahora no ven la razón para cambiar, añadiendo, cargados de razón, que en la casa de uno, como en ninguna parte.

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Desencanto

También es cierto que en estos días la gente deambula por la ciudad con cierta tristeza, por mucho que el Ayuntamiento intente poner coto al desencanto con sus Veranos de la Villa. Y hay en todos una inevitable sensación de provisionalidad, de transitoriedad, a la espera del día de la partida o del momento de la llegada de los demás, por aquello de que el mal de muchos es consuelo para los tontos. Porque existe la convicción de que quedarse en Madrid es una tontería.

Y, sin embargo, por todo lo anterior, se constata que la soledad que se pueda sentir en agosto es mucho más una sensación subjetiva que una realidad objetiva. Es posible hablar de soledad en la multitud, pero nadie está objetivamente solo si está rodeado de gente. Esa sensación tan triste de la soledad es un mal que nace de dentro y tiene difícil sacerdote, digo cura, pero no es aceptable a la luz de la lógica. Las tres cuartas partes de los madrileños nos quedamos en Madrid, y los que se van, además, quedan desperdigados. ¿No serán ellos los solitarios, los que están solos? (Hay argumentos que, por muy razonables que sean, no convencen a nadie.)

En fin, que sea como fuere, los que se quedan porque quieren se sienten felices, y los que lo hacen por obligación se sienten desgraciados. Con todo, independientemente de unos y otros, Madrid en agosto es, bien por cierto, un buen sitio para estar, con la única condición de que no se esté de vacaciones. Unas horitas en el trabajo, otras en la siesta, un poco de trasnoche y una pareja para hartarse de comentar tópicos es cuanto se necesita para esperar pacientes la llegada de septiembre, cuando todo volverá a su ser. Que Madrid, en agosto, tiene demasiado asfalto, y a uno, qué le vamos a hacer, le gusta más el resto del año.

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