Tribuna:LOS QUE NO SE HAN IDO

Psicología del que se queda

En verano, Madrid tiene la virtud de conseguir que los penitentes que nos quedamos por sus pagos, a fuerza de aburrimiento y soledad, seamos más sociables que de costumbre.Cuándo en tu vida, por ejemplo, sino en verano y con su consecuencia física más habitual, la tensión baja, ibas a prestarte medio desnudo a una insulsa conversación ventaneril con la vecina del sexto, sí, sí, aquella del Opus que en cierta ocasión llamó a la policía porque pusiste la Carmen de Bizet a todo volumen.

Y a quién echar la culpa sino a julio de que de pronto, harto de comer solo, te entren unas ganas...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

En verano, Madrid tiene la virtud de conseguir que los penitentes que nos quedamos por sus pagos, a fuerza de aburrimiento y soledad, seamos más sociables que de costumbre.Cuándo en tu vida, por ejemplo, sino en verano y con su consecuencia física más habitual, la tensión baja, ibas a prestarte medio desnudo a una insulsa conversación ventaneril con la vecina del sexto, sí, sí, aquella del Opus que en cierta ocasión llamó a la policía porque pusiste la Carmen de Bizet a todo volumen.

Y a quién echar la culpa sino a julio de que de pronto, harto de comer solo, te entren unas ganas tremendas de visitar a tu tía Antonia, que vive en Fuenlabrada, pariente de la que huyes, en circunstancias normales, como del fuego eterno.

Lo mismo ocurre con esas personas con las cuales, por hache o por be, hace tiempo que no mantenías ningún contacto. Los que permanecemos en Madrid durante julio o/y agosto, además del síndrome marino, sufrimos otro más mortificante si cabe: el de la autocompasión, que fundamentalmente se adquiere pensando en lo bien que estarán los amigos navegando por el mar del Norte o en los señores cuernos que te andará poniendo tu pareja por Marbella mientras tú te deshaces de hastío y nostalgia en la oficina o durante las interminables sobremesas llenas de colillas, álbumes de fotos y cafés tristes. En esas sobremesas es cuando te acuerdas de repente de que Luis, tu ex de hace tres años, o Lola, aquella amiga del instituto, solían pasar los veranos en Madrid, y un poco por curiosidad y un mucho para evitar la negritud de la tarde que se presenta sin remedio hondamente ex¡stencial les llamas, olvidando, con la amabilidad hacia los otros que inocula el desamparo propio, los graves motivos por los cuales os alejasteis. Qué duda cabe, claro está, que estas llamadas entrañan el riesgo de provocarte un buen shock emocional si te enteras, gracias a ellas, de que el tal Luis se ha hecho legionario o de que la Lola va a ser madre por quinta vez. Pero incluso este tipo de conmoción es preferible a sacar de la biblioteca, llena de polvo y extraños bichos veraniegos, La náusea, de Sartre. Si se llega a ejecutar dicha temeraria acción es que uno ya no tiene remedio, es que uno ya está perdido para siempre y lo mejor que puede hacer es tirarse por el viaducto, aprovechando que en éste, durante julio y agosto, no hay que guardar cola para suicidarse.

Si por fortuna eres un ente aguerrido y resistes la poderosa tentación de leer La náusea, tu anteriormente mencionado síndrome de autocompasión acabará degenerando en inconfesable síndrome de oscura venganza. Una vez transcurridos los atroces primeros días sin amigos ni pareja, el superviviente a tamaña encerrona sentimental empieza a darse cuenta de que no, de que las cosas no pueden seguir así, que mira cómo tengo la cocina llena de cacharros y el corazón destrozado, y todo por esa gentuza que se coge las vacaciones antes que yo. Entonces el superviviente se lía con el Ajax y la bayeta, deja su casita como los chorros del oro, la mira con ternura, se afeita, se pone guapo y después de decirse desafiante frente al espejo: "Me lo tengo que pasar mejor que ellos", sale a la calle con paso marcial, dispuesto a comerse el mundo, a divertirse lo indecible para luego darse el gustazo de relatar a los ausentes sus juergas noctámbulas, que, para qué nos vamos a engañar, más que juergas imperiales parecen juergas de capital de provincia, dada la imposibilidad de ir a una terraza, pub o discoteca en donde no nos encontremos siempre a las mismas personas, a las pobrecitas que como tú se arrastran lo más dignamente posible por la urbe.

Esta concurrencia común de personal, que habitualmente nos sacaría de quicio, a los supervivientes del verano madrileño nos encanta, ya que así, todos juntitos, nos sentimos parte de una familia muy unida que nos hace olvidar a la verdadera, a la ingrata que sin ningún tipo de consideración nos dejó colgados; dicha concurrencia, por otra parte, incita quieras que no al ligoteo. Ya puedes ir de duro o de casto, que da igual: a la undécima vez que te topes con esa pelirroja minifaldera no te quedará más remedio que acercarte a ella, aunque sólo sea por educación... ¿Cómo no vas a saludar a tu sombra veraniega? Huelga decir que las posibilidades de que congeniéis, dado que no hay mucho donde elegir, serán por los menos del 90%.

Madrid, en verano, además, es una amante abandonada que a nosotros, los también olvidados, nos parece aún más bella. Si antes la tachábamos de excesivamente requerida, mimada y escandalosa, ahora nos encandila verla atardecer, silenciosamente solitaria, en el palacio de Oriente. Es como si asistiésemos con dulzura al espectáculo de nuestra propia muerte.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En