Tribuna:

El sueño del juez Drayton

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"Los imperios tienen su auge y su declinación, siguiendo esta línea hasta que se disgregan... El período británico comienza en 1758, cuando los ingleses persiguieron victoriosamente a sus enemigos hasta los últimos rincones del globo. El Todopoderoso ha escogido a la presente generación para erigir el imperio americano... Y así es como ha surgido, de repente, en el mundo un nuevo imperio: Estados Unidos de América. Un imperio que, apenas nacido, ya atrae la atención del resto del universo y promete, con la bendición de Dios, ser el más glorioso que jamás se haya conocido".

William Henry Drayton (1776), juez principal del Estado de Carolina del Sur.

Todo induce a pensar que la posibilidad de una guerra mundial se está alejando. No solamente por la reducción concreta de armamento nuclear y por las propuestas y negociaciones para seguir avanzando por ese camino y hasta de disminuir las armas y los ejércitos convencionales, sino por algo que en parte nace de estos escarceos pacifistas, pero que va mucho más allá: ya no se promueve la coexistencia pacífica, como en la época de Jruschov, sino que se está propiciando un auténtico clima de conciliación entre las superpotencias.

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Por momentos parece un romance: Reagan y el coro occidental aplauden y estimulan públicamente a la perestroika. Europa del Este se adapta rápidamente a los nuevos ritmos políticos que están de moda en Moscú y algunos focos de resistencia -unos antiguos y larvados, otros persistentes y consistentes- adquieren nuevos bríos. Los jóvenes soviéticos, húngaros o checoslovacos producen un rock dudoso pero suficiente para que los estadistas de una punta a la otra del continente sueñen con una Europa unida.

La cuestión se concentra ahora en la eterna batalla entre optimistas y pesimistas. Se reduce sensiblemente el bando de los que dudaban de las intenciones de Gorbachov y va disminuyendo también el de los que. vaticinaban un contragolpe interno en la URSS. Se va haciendo espesa la creencia de que la perestroika verdaderamente nació por motivos estructurales -lo que no somete su futuro a guerras entre camarillas- y también la de que los efectos que está produciendo no resultan ya fácilmente reversibles.

Es difícil no batir palmas ante los progresos de desarme y el idilio naciente entre las dos grandes potencias que han venido disputando el mundo durante el último medio siglo. Los progresos internos de la liberalización en la URSS (y aquellos conflictos de las nacionalidades aplastadas que parecían una manía de los disidentes salidos del Gulag, pero que ahora cobran cuerpo) se suman a los indicios de disgregación de un bloque monolítico de dictaduras sostenidas desde Moscú.

Pero también hay que empezar a mirar ahora este nuevo mundo que parece irse perfilando como inesperada despedida al segundo milenio.

Lo concreto es que la URSS está retrocediendo en todos los terrenos y que el nuevo camino que ha emprendido -esta transición hacia alguna forma insólita de socialismo o hacia una lenta asimilación a los modelos occidentales- la convierte en una potencia frágil y en retirada.

Esto significa, simple y sencillamente, que Estados Unidos va a encontrar muy pocos obstáculos para extender su dominación directa o aumentar su influencia en todos los escenarios del mundo.

En otras palabras: estamos en presencia de la modificación más importante de la política internacional desde el final de la II Guerra Mundial y que puede generar un nuevo reparto del poder mundial.

Paradójicamente, algunas voces han venido insinuando que Estados Unidos muestra síntomas de decadencia. Es difícil saber cuál es la importancia del atraso tecnológico que en algunos campos puedan sufrir los norteamericanos respecto a Japón o a Europa. Es más difícil todavía pretender medir las fuentes del futuro poder, o reducirlas puramente a una distancia tecnológica. En principio, el Gobierno de Washington sigue contando con todos los recursos militares, tecnológicos, políticos y financieros -como unidad o suma de medios de poder- como para reforzar sus sectores débiles y mantener bajo su hegemonía a sus más poderosos aliados.

Algo han perdido, sin embargo, los norteamericanos -es decir, las dos superpotencias- y es la satanización del adversario. Las dos naciones más poderosas de la Tierra, militarmente hablando, están sufriendo un vaciamiento de sus respectivos mensajes.

Esto supone que se está debilitando rápidamente la dinámica que movilizaba al mundo como un enfrentamiento entre dos ideologías irreconciliables. Y nos quedamos entonces en el terreno político concreto, sin el manto ideológico con el que las dos superpotencias cubrían su expansión, con el que pretendían involucrar al resto del mundo en sus respectivas estrategias.

Lo que los norteamericanos procuren avanzar ahora no tendrá ya la coartada de la contención del comunismo y la defensa de los valores básicos de Occidente (este último, un aspecto en el que no se mostraban fanáticos).

La opinión pública norteamericana ha pretendido siempre mantener un cierto grado de buena conciencia, pero tampoco necesitó demasiado para conservarla. Respecto a los avances de Estados Unidos desde aquellas primeras 13 colonias (cuando ya el juez de Carolina del Sur anunciaba el imperio "más glorioso") Raymond Aron dice que "los estadounidenses jamás habían reconocido la similitud existente entre su expansionismo continental y el imperialismo de los otros Estados". Sin embargo, el expansionismo había superado ya -aún antes de que el actual retroceso soviético comience a introducir elementos nuevos- cualquier antecedente histórico.

Ya hay, incluso, algunos síntomas de que la retracción y la fragilidad de la URSS está dando a EE UU un peso y un protagonismo aun mayor del que tenía.

Un ejemplo es el de Irán. El régimen de Jomeini se ha encontrado aislado durante todos estos años, pero sólo ahora ha decidido tirar la toalla. Sólo ahora su soledad le ha parecido demasiado peligrosa. Los soviéticos nunca le han apoyado -al contrario, respaldan a Irak-, pero puede suponerse que tampoco desean que Estados Unidos llegue a controlar esa zona del mundo como lo hacía en la época del sha. Pero el Gobierno iraní seguramente habrá valorado que es ahora cuando está auténticamente solo ante el peligro (muy poco antes de la decisión de terminar la guerra, Henry Kissinger había aconsejado a los iraníes que pensaran en su "interés nacional", ya que así "encontrarán un socio justo y de mente abierta en Estados Unidos").

Si los iraníes persistieran en defender y exportar la revolución islámica, el Gobierno de Washington no encontraría mayores resistencias para actuar contra ellos, ya que allí sigue contando la posibilidad de presentar un conflicto ideológico: el fundamentalismo islámico pretende expandirse y aplica el maniqueísmo que durante todas estas décadas caracterizó el choque entre EE UU y la URSS.

Otro ejemplo curioso es el de Camboya. Allí también se está negociando la paz y los dos contendientes son el Ejército invasor vietnamita y los jemeres rojos, guerrilleros apoyados por China. Un tercero en discordia -o en busca de concordia- es el legendario príncipe Sihanuk. Sin tener prácticamente ningún papel político, los aliados de Estados Unidos en el sureste asiático fueron invitados a participar de la negociación, cuyo escenario ha sido Indonesia, un país de la órbita norteamericana.

Si Estados Unidos se lanzara demasiado ansiosamente sobre las presas que le resulten más apetecibles, puede pensarse que los soviéticos van a tratar de contener ese avance; también puede especularse con la posibilidad de que una Europa que consiga ampliarse y crear un proyecto político común más sólido ha de servir como un freno a esa expansión.

Pero de momento se trata de realidades muy débiles como para imaginar que puedan ser efectivas. Lo concreto es que ahora, mientras el peligro de guerra mundial se aleja, se aproxima el peligro de que Estados Unidos logre un grado de hegemonía nunca alcanzado por los anteriores imperios de la historia. Lo que nos adelantaba el juez William Henry Drayton hace 212 años.

es periodista y escritor argentino residente en España.

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