Tribuna:

La democracia de las cosas

Bellísimas ciudades antiguas son una maldición para sus habitantes. Los viajeros que se embriagan en sus calles delgadas con el aroma a especias y a cuero, con el zumbido de las abejas el golpe seco del artesano en, el cobre no saben lo que es vivir desde siempre y para siempre en esa miseria pegajosa, en esa interminable Edad Media. Si entre los viajeros hay algún filósofo -seguro que lo hay- describirá, sin duda, la relación perfecta entre el hombre y su hábitat, entre el trabajo y la subsistencia, y dirá que se trata de una medida humana. Es mentira. Es filosofía de turista.Esa manera de pe...

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Bellísimas ciudades antiguas son una maldición para sus habitantes. Los viajeros que se embriagan en sus calles delgadas con el aroma a especias y a cuero, con el zumbido de las abejas el golpe seco del artesano en, el cobre no saben lo que es vivir desde siempre y para siempre en esa miseria pegajosa, en esa interminable Edad Media. Si entre los viajeros hay algún filósofo -seguro que lo hay- describirá, sin duda, la relación perfecta entre el hombre y su hábitat, entre el trabajo y la subsistencia, y dirá que se trata de una medida humana. Es mentira. Es filosofía de turista.Esa manera de pensar se está trasladando a nuestra vida cotidiana en forma de añoranza aristocrática sobre el pasado que se sustituye, y se alza ante una democracia de las cosas que pretenden un cierto disfrute de los más de aquello que antes era para los menos. Un gran paseo de la ciudad estaba flanqueado de palacetes con jardines guardados por verjas y criados. Era una belleza. Los palacetes caen y van dejando sitio a los rascacielos, y se dice que su belleza ha perecido: se lamenta con esa desaparición un modo de vida que no era justo. Una playa tenía cuatro o cinco casas señoriales, algún hotel de lujo: ahora se vierten sobre ella miles de torres, y en su arena se aprietan, en los grandes días del verano, millares de cuerpos urbanos. Se dice que el paisaje ha sido asaltado, profanado y roto. En los rascacielos de la ciudad hay viviendas y puestos de trabajo, en las playas apretujadas hay ciudadanos que respiran, se bruñen y se yodan, de los que antes nunca se podían mover de sus calles sin sol.

Una forma de sociología económica y estetizante querría condenar todo esto al estancamiento: el desarrollo cero. Se ha perdido, dicen, la calidad de vida. ¿De quién? Del dueño del palacete, o del poseedor de un coche de hierro, caoba y piel -el Daimler, el Hispano, el Delage-, o del que comía el aromado y corredor pollo de corral y el jamón producido por un gordo animal comedor de bellota pura, bebedor de agua de arroyo. Aquellos beneficiados de la calidad de vida eran muy pocos. Pero aquel que habla siempre se supone a sí mismo en la situación de esos pocos, que en otros tiempos se llamaron los happyfew, y pocas veces piensa que su categoría social de hoy -su profesión, su oficio, su sangre, su herencia- no le hubieran permitido nunca ni siquiera el coche de plástico y hojalata, el apartamento diminuto o la paella polvorienta de la playa. En el ensueño, el pobre siempre es otro. O no se le ve. En tiempos, los pobres eran invisible.

Seguir la huella de este pensamiento nos lleva a los tiempos posteriores de reacción a la Revolución Francesa y a la idea de rebelión de las masas, o de vulgarización, o de abaratanúento de la vida. Era un pensamiento propio y genuino de quienes perdían y añoraban lo que perdían: lo suyo, lo exclusivo, el disfrute de lo selecto, de los elegidos o la elite.

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En los 200 años transcurridos, pese a saltos atrás o reacciones, en el medio europeo en el que vivimos y en el español de hoy misino no sólo se ha multiplicado la capacidad de consumo de la mayoría, sino el número absoluto de ésta; por una ley inevitable, se ha reducido la densidad de lo rico, de lo opulento. Es menos opíparo: alcanza a muchas más personas. Se han diluido entre la multitud los sabores antiguos, los viajes antiguos; todo se ha vuelto un poco más pequeño, como las habitaciones de los hoteles, los platos de los restaurantes, los asientos de los aviones o las camas de los trenes. Tocamos a menos.

El corrimiento de este pensamiento aristocrático se infiltra hoy precisamente a las clases que han sido beneficiadas, no sin lucha, por este reparto. Es un fenómeno conocido en la política. Los primeros Gobiernos que aplicaron directamente a la vida el socialismo -en el sentido arcaico de la palabra-, como los escandinavos, vieron cómo las terceras o cuartas generaciones votaban a los partidos burgueses o directamente conservadores: porque ya eran burgueses de cepa, y de ninguna manera querían someterse a los impuestos y al orden de vida que deberían incorporar a su clase a los nuevos ciudadanos que se incorporaban a la sociedad. Así cayó el modelo sueco. China salió del barro y el opio por una revolución de masas; hoy no se conforma con su semipobreza igualadora de arroz y ropa de estameña azul para todos. Cada uno querría ser mandarín. Añoran otra calidad de vida que muchos nunca conocieron, y la están buscando.

En una sociedad que está en plena transformación, como la nuestra, donde ya bajo el régimen anterior se inició una nivelación considerable, que se está acentuando ahora con nuevos y reñidos accesos al disfrute, persiste el pensamiento de la calidad como una contradicción, Las ciudades tienen que perder su fisonomía antigua, y los bosques y las playas. La añoranza por el médico de cabecera, por el mantel de hilo, por las casas bajas y anchas, por el servicio puntual y silencioso, por el espacio grande y la altura de techos, por la atmósfera sin humos, es un sentimiento que sólo pueden tener los que lo han perdido, o los que quieren denodadamente que no se reparta lo que hay entre más y que se queden las cosas, por lo menos, como están. Que participen en él los recién llegados al bienestar les parece un sinsentido.

Pero las cosas se van haciendo democráticas. Es decir, más insípidas, más incoloras, menos densas: para que puedan Regar a más y para que extiendan una parte, al menos, de sus beneficios. El urbanismo grandioso y extenso, de piedra y verde, es un lujo, no una democracia. Los paseos y bulevares que el prefecto Haussman rasgó en París sólo pudieron hacerse a cambio del enorme cinturón de hambre y dolor que contó Emilio Zola, y el Londres del Strand se hizo a costa de los muelles del Támesis y de los más lejanos fellalis egipcios encorvados sobre los campos de algodón. Lo que se llamó redención o emancipación de las clases explotadas comenzó con unas mejoras de salarios, una limitación del trabajo de la mujer (hoy la reivindicación es la inversa) y del niño, una reducción de las horas de trabajo: alcanza ahora este principio -sólo principio- de reparto en la que los ricos son menos ricos y los pobres algo menos pobres; no tanto por la diferencia en la acumulación del dinero, sino porque aquello que se compra con él tiende a la igualación. La desaparición de la lucha de clases hay que pagarla con la tendencia, aün indicio, hacia una sola clase. Y el que viaja con un automóvil de importación sufre en los atascos del tráfico de la misma manera que quien conduce el abollado cacharro a un paso del desguace. Sufre más, porque su riqueza no le sirve. Sólo le queda su imagen. Y la imagen es impalpable.

Sin embargo, el ensueño de la calidad se ha apoderado de todos nosotros. Querríamos el concierto y el cuadro, y no sus reproducciones mecánicas; el alto, jugoso y tierno solomillo; la casa ajardinada y la playa solitaria. Sólo que entonces no escucharíamos ni miraríamos; no comeríamos, no iríamos a la playa. Todo eso sería para otros. Como antes. Probablemente ya no va a haber en Europa revoluciones de los pobres. Pero las revoluciones de las cosas son infalibles.

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