Editorial:

El candidato gestor

CUANDO, A mediados de julio, se celebre en Atlanta la convención del Partido Demócrata, Michael Dukakis será, sin duda, designado candidato a la presidencia de EE UU. Este abogado de 54 años, tres veces gobernador de Massachusetts, hijo de un emigrante griego casado con una judía practicante (de la que es el segundo marido), se acercará así al sueño america no de que cualquier individuo, por el mero hecho de haber nacido en EE UU, sea cual sea su origen, su religión, su condición social o su raza, tiene posibilidad de ser presidente. Naturalmente, a la hora de la verdad, la lista de facilidade...

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CUANDO, A mediados de julio, se celebre en Atlanta la convención del Partido Demócrata, Michael Dukakis será, sin duda, designado candidato a la presidencia de EE UU. Este abogado de 54 años, tres veces gobernador de Massachusetts, hijo de un emigrante griego casado con una judía practicante (de la que es el segundo marido), se acercará así al sueño america no de que cualquier individuo, por el mero hecho de haber nacido en EE UU, sea cual sea su origen, su religión, su condición social o su raza, tiene posibilidad de ser presidente. Naturalmente, a la hora de la verdad, la lista de facilidades resulta un poco más restringida. La imagen de Dukakis se ha ido afirmando a lo largo de los últimos meses, de modo que, habiendo empezado la carrera electoral como un candidato poco flexible y bastante aburrido, se ha acabado convirtiendo en un presidencidible sólido y serio.Las elecciones de este año en EE UU deben dar respuesta a una incógnita de la que depende el futuro de Michael Dukakis más que de cualquiera otra circunstancia: la de si, en 1988, con la presidencia de Reagan, se cierra una etapa cuyos últimos años han estado marcados por un mesianismo conservador a ultranza, heredero, a su vez, de las resacas causadas por la guerra de Vietnam. ¿Está el pueblo estadounidense dispuesto a permitir que tome el relevo una nueva generación de políticos e ideólogos?

En una campaña de la que la discusión doctrinal ha estado singularmente ausente, la victoria de Dukakis sobre Bush depende de que sea capaz de lanzar un mensaje que, sin ser radical, tenga perfiles más definidos que los de su oponente. No debe olvidarse, sin embargo, que será el estilo de ambos lo que al final pese sobre todas las cosas, incluso sobre los programas de gobierno que los candidatos empezarán a definir pronto con mayor rigor. Para estereotipar el debate, se tratará de elegir entre el joven manager y el elegante hombre de Estado.

Es posible que Dukakis consiga convertirse en el John Kennedy que: en 1960 ganó la elección a un Nixon excesivamente supeditado al muy popular presidente saliente, el republicano Eisenhower. La historia podría repetirse, pero, en todo caso, la semejanza entre los dos hombres acabaría ahí. Porque Dukakis no tiene la capacidad de convocatoria de un Kennedy y carece de su atractivo intelectual, del diletantismo de Harvard (pese a que también se graduó en esa universidad) o del carisma hereditario de una familia poderosa. Dukakis no es un ideólogo, sino un gestor. Ha dicho pocas cosas sobre el programa que aplicaría si llega a la presidencia. Presumiblemente administraría la cosa pública con el rigor, pragmatismo y seriedad que, como gobernador, ha utilizado en el estado de Massachusetts. Se diría que sus prioridades políticas estarían en las áreas de vivienda, drogas, seguro de enfermedad, educación. En política exterior no ha dicho sino que pretende continuar las negociaciones con la URSS allí donde las deje su predecesor.

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Sin embargo, lo que pudiera hacer Dukakis si consigue ser elegido presidente es aún una cuestión lejana. No parece que los vaivenes de los muestreos de opinión (que le favorecen por el momento) le importen demasiado, porque sabe que, antes de angustiarse con las veleidades del sistema, le quedan por delante meses de campaña, de transacciones, de negociaciones y de seguir administrando el Estado del que es gobernador. Y dos cosas fundamentales: impedir, por un lado, que las tenues alianzas que mantienen unido al partido se rompan y que, como en 1980, gran parte del voto demócrata vaya al candidato republicano, y, por otro, elegir a quien vaya a ser candidato a la vicepresidencia, decisión difícil porque esa persona deberá darle los votos conservadores del Sur (esenciales para un hombre que es un refrescante liberal del Norte) o apaciguar a los radicales para que no se le vaya el partido de las manos.

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