Tribuna:

Tortura y Estado de derecho

Las recientes denuncias sobre malos tratos y torturas en comisarías españolas ponen en evidencia que uno de los derechos fundamentales recogidos en la Constitución se sigue conculcando en España. El autor trata el asunto desde el punto de vista legal.

El artículo 15, número 1 de la Constitución española proclama que "todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que en ningún caso puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes...". Se establece así, como no podía ser menos, la prohibición de la tortura, y más ampliamente de cualquier tr...

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Las recientes denuncias sobre malos tratos y torturas en comisarías españolas ponen en evidencia que uno de los derechos fundamentales recogidos en la Constitución se sigue conculcando en España. El autor trata el asunto desde el punto de vista legal.

El artículo 15, número 1 de la Constitución española proclama que "todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que en ningún caso puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes...". Se establece así, como no podía ser menos, la prohibición de la tortura, y más ampliamente de cualquier trato inhumano o degradante.En régimen de congruencia con el anterior texto legal se introdujo, por ley de 17 de julio de 1978, el artículo 204 bis del Código Penal, que configura el delíto de tortura referido a autoridades y funcionarios públicos. El citado precepto penal mantiene en su redacción un concepto insatisfactorio, por restringido, de lo que sea la tortura, que no se compadece en toda su extensión con la noción descrita y sostenida, en el ámbito constitucional, doctrinal y en declaraciones pluriestatales. Así la llevada a cabo por el 5º Congreso (le la ONU, celebrado el 1 de septiembre de 1975, sobre prevención del crimen y tratamiento del delincuente, que define la tortura, como "todo acto de dolor o sufrimiento severo, físico o mental, infligido a alguien intencionadamente por un oficial público o por su instigación, dirigido a obtener información o confesión de aquél o de un tercero, o a castigarle por algo que ha hecho o que se sospecha que ha perpetrado, o a intimidar al mismo o a terceros".

Con independencia de la bondad técnica de la fórmula legislativa española, es lo cierto que todo delito de tortura, o, mejor, toda tortura realizada por funcionario o autoridad -que es la que aquí interesa-, comporta un execrable abuso de poder y, de forma simultánea, la total ruptura del régimen de garantías, penales y procesales, que constituyen la concreción decisiva del Estado de derecho. La indignidad humana que supone constituye algo absolutamente intolerable para un Estado que desee ser llamado Estado de derecho.

No es infrecuente, por desgracia, observar que la creación, con autonomía, de un delito de tortura, incluso congruente con la declaración constitucional, puede constituir en el fondo un simple "gesto político", o más trágicamente una mera mueca demagógica si no va acompañada de una auténtica y real política de persecución y vigilancia por parte de los poderes públicos de los concretos hechos de tortura. Y en esto último no pueden existir ni fisuras ni concesiones. Cualquier implicación es culpable no sólo en su acepción jurídico-penal, sino sobre todo en su dimensión política, como es natural mucho más extensa. El Estado de derecho, su real vigencia, lo exige así, de manera inexorable.

Complicidad

La simple ocasión normativa para que la tortura pueda hacer su aparición es ya una forma de complicidad, aunque sea legislativa, contraria al Estado de derecho. Es éste un tema en el que no caben términos medios ni terceras posiciones: o se está contra la tortura y en favor del Estado de derecho o no se está. Lo que no tiene cabida, y es lamentable que suceda en más ocasiones de las deseadas, es impartir la prédica en favor de un Estado de derecho y mantener o una actitud pasiva o activa ofreciendo la ocasión, o un silencio, en cualquier caso culpable, en torno a la tortura o trato inhumano o degradante.

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El fariseísmo en este aspecto hacia el Estado de derecho se termina pagando, y por cierto a un precio muy alto, sobre todo a largo plazo. Con independencia de lo que pudiera aportar su presunta "eficacia", la tortura no es más que la carcoma de un sistema democrático como el que pretende establecer nuestra Constitución.

El uso pervertido del artículo 13 de la Ley de 26 de diciembre de 1984 está sin duda en el anterior camino. Es más: lo está su simple y pura vigencia. Por eso fue ya denunciado como no concorde con la Constitución, antes por la doctrina científica, democrática y socialmente más sensible, y posteriormente calificado de excesivo por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.

Ahora estamos viendo la realidad, más trágica para las personas y más grotesta para un Estado de derecho, que ha deparado la vigencia de un precepto que, al socaire de un torpe defensismo, constituía una auténtica agresión, desde la propia legalidad, a nuestro sistema constitucional democrático. Conviene no tropezar dos veces en la misma piedra. Como también ser bastante más sinceros y coherentes en la protección del Estado entendido como Estado de derecho.

Manuel Cobo del Rosal es ahogado y catedrático de Derecho Penal de la Universidad Complutense.

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